Relato
aportado gentilmente por Hernán Huergo
“Cuidado con La
Paz. No sé por qué, pero todos se vuelven locos con la altura.”
Este consejo me
lo daba, hace ya muchos años, el Mandamás de la oficina donde yo trabajaba, en
Buenos Aires. La sonrisa que acompañaba el mensaje invitaba a que yo hiciera
alguna pregunta, que no hice. Era una época en que el stress maniataba por
demás mi lengua, más allá de la curiosidad que provocaban esas
palabras.
Así que cada
viaje que hacía a Bolivia, mes tras mes, cada vez que cada martes cerca de las
ocho de la noche ponía mis pies en el aeropuerto del Alto, cuatro mil cien
metros de altura, las palabras de Eliseo reaparecían en mi recuerdo.
Ya desembarcado en el hotel y llegado al cuarto, el dolor de cabeza pasaba de
incipiente a presente y a duras penas me permitía disfrutar de la cena mínima.
Luego tomaba la sorojchi pill de refuerzo que resultaba igual
de inútil que la primera, para terminar en la cama a las diez de la noche, con
la esperanza de que esa noche pudiera dormir como la gente. A las cuatro de la
mañana, con una sorojchi pill, con
dos, con ninguna, con comida liviana, comida normal o sin comer, dejando la
ventana entreabierta, o cerrada o abierta de par en par, no importaba lo que
hiciera, me despertaba un dolor de cabeza feroz, después del cual era inútil
cualquier cosa. Eran las cinco, las seis, las siete y las ocho y el dolor
seguía. Me era imposible no pensar en la máxima del Mandamás, “todos se vuelven
locos con la altura”.
Como a las
nueve llegaba al Banco Central, donde estaba el grupo de consultoría. Prefería
las escaleras, a pesar de mis escasas fuerzas a tres mil seiscientos metros.
Llegaba casi expirando al octavo piso. Me encontraba con los consultores,
también argentinos, que me recibían con agasajos y simpatías. Pero el momento
más importante era el saludo de Rosario, la secretaria paceña. Lo que importaba
era lo que traía en la mano extendida. “Acá tiene su trimate, ingeniero”.
Entonces se producía el principio del milagro. No pasaban cinco minutos de
haber tomado algunos tragos y me daba cuenta del sol que iluminaba la mañana de
La Paz. El dolor de cabeza empezaba a retroceder, aleluya. Como a las once de
la mañana, aleluya dos, se producía el alboroto en el piso y todos, los
veintitantos argentinos más los lugareños, dejaban lo que estuviera haciendo
para comer las salteñas, como llaman en Bolivia a las empanadas, cuyo recuerdo
permanece con júbilo en mis papilas después de tantos años. El dolor de cabeza
retrocedía un poco más y seguía retrocediendo a la hora del almuerzo, para
terminar de desaparecer como a las once de la noche. Era la hora de jugar al
ajedrez con otros fanáticos, argentinos y bolivianos. El golpe de gracia contra
el maldito dolor de cabeza era el ron con coca cola, aleluya tres. Y a partir
de allí era el placer de disfrutar de todo, el dolor de cabeza nunca más
volvería en ese viaje y sería un lejano recuerdo los sábados por la mañana,
cuando casi al trote me dirigía al avión que me llevaría de regreso a Buenos
Aires.
Pero el viaje
que es el motivo de este relato fue distinto. Cuando el avión salió de Buenos
Aires no me imaginé que la pequeña molestia que tenía en el interior
de mi nariz, del lado derecho, se convertiría en lo que se convirtió.
Cuando me miré
al espejo en el cuarto del hotel no lo podía creer: un forúnculo. La nariz
estaba ya impresentable y la molestia era tal que me hacía ignorar el espantoso
dolor de cabeza de siempre. Al día siguiente, cuando subía a duras penas las
escaleras del Banco Central, los latidos de la cefalea parecían encontrar sus
émulos en los inconfundibles latidos del forúnculo, cada vez más inmenso.
Saludé a todos,
tratando de mirarlos desde el lado de mi cara. Mi aspecto
era patético, según pude comprobarlo en las caras de lástima de los que podían
mirarme sin desviar la mirada. “Acá tiene su trimate, ingeniero”, me dijo
Rosario, como si nada, y no me sentí tan mal.
Sobreviví a las
penurias del día, que incluyeron reuniones con funcionarios importantes, yo
con mi mano derecha ocultando algo la deformación inocultable. Creo
que todos prestaban más atención a mi nariz que a cualquier otra
cosa. Por la tarde, en la visita habitual a nuestra oficina en La Paz, mi aspecto
era desolador y espantoso. Pero todavía peor era la molestia que sentía.
Lo encontré a
Fabián, que no debe saberlo, pero quizás me salvó la vida. La conversación fue
directa al grano. “Hernán. Te vas directo a mi médico, Fernández. Lo
ves de parte mía, te va a atender sin duda porque ya le aviso que vas. ¿No
sabías que aquí en La Paz, si traés un forúnculo de Buenos Aires, se convierte
en algo imparable? Ojo, andate ya mismo a ver al médico y hacé lo que te diga”.
Así que partí
en seguida en un taxi al centro médico y Fernández, hombre prolijo, meticuloso
y con bigote importante me atendió al instante. Me sentó en la camilla, me miró
unos segundos y fue al escritorio, a buscar algo. Volvió con una cartilla, que
colgó de un clavo en la pared cercana frente a mí. Era una gran nariz dibujada
de costado, que mostraba el interior, arterias y vasos, el cerebro y otras
cosas parecidas. “Esto se llama el triángulo de la muerte”, empezó a decirme,
señalando con el puntero que también había traído, como si yo fuera un alumno
de su clase de facultad. “Cualquier infección importante que usted tenga en la
nariz, se puede transmitir por estos vasos hasta los senos cavernosos y desatar
cuadros de total gravedad”.
Yo no
necesitaba ninguna palabra más para estar convencido de que mi caso
era de vida o muerte pero él consideró que tenía que seguir la explicación.
Apuntaba con el puntero partes de la cartilla mientras decía: “Estos son los
senos cavernosos, situados entre el esfenoides y la duramadre, ésta es la
yugular…”.
Bueno, cuándo
va a terminar este hombre, me estoy muriendo, pensaba yo. “La arteria carótida,
los nervios troclear, el trigémino…”, continuaba Fernández y yo ya estaba
volviéndome loco. “Todos se vuelven locos con la altura”, recordé una vez más.
Por fin la
clase doctoral terminó. Fue cuando me dijo, con voz grave y ceremoniosa. “Pero
su caso, en vez de terminar en la muerte, como hubiera ocurrido si no hubiera
venido a verme hoy mismo, tiene salvación”. Y aparecieron en sus manos como por
arte de magia cuatro ampollas para inyección. “Este es el antibiótico que le
salvará la vida. Va por vía intramuscular. Toda la medida, los cuatro días, sí
o sí. Es una solución muy densa, mejor diluirla con agua destilada. Si quiere
le aplico la primera inyección ya mismo”. Le dije volando que sí, por supuesto.
Nunca fui fácil para las inyecciones pero estoy seguro que Fernández era de lo
peor. El dolor fue impresionante. Salí cojeando del consultorio, dolorido pero
feliz de haber salvado la vida. Eran las ocho de la noche.
El efecto fue
inmediato y me pareció milagroso. Para las once de la noche podía mirarme en el
espejo del baño sin asustarme. A la mañana siguiente subía las escaleras del
Banco Central y apenas sentía los latidos. Por la tarde me fui al centro médico
a que me dieran la segunda inyección, aunque para mí era evidente que el
forúnculo ya se batía en retirada. Otra vez sobreviví a la penuria de la
inyección, esta vez puesta por una enfermera, casi tan dolorosa como la del
primer día.
Así llegué al
tercer día. Era una tarde de sol de invierno de La Paz. No tenía demasiadas
ganas de darme la inyección, no quedaba nada del forúnculo, sólo el recuerdo.
Pero las palabras del médico habían sido claras: “los cuatro días, sí o sí”.
Salí del hotel y caminé unas cuadras hasta llegar a una farmacia. “¿Aplican
aquí inyecciones?”, pregunté. “No hoy”, me contesté el andino, “pero pruebe en
el convento de las monjitas alemanas, allí suelen aplicar”.
Me sorprendí
por la respuesta, no la esperaba. Era incapaz de imaginarme una monjita alemana aplicándome
una inyección. Aprendí con esmero las instrucciones para llegar al convento,
que quedaba a un par de cuadras del lugar. Así llegué hasta algo que no me
pareció un convento, palabra que tengo asociada a paredes altas y grises, ventanas
pequeñas, varios pisos, alguna torre y alguna cruz. Se trataba en cambio de un
chalet más bien rústico, de una planta, donde predominaba la madera y me era
difícil encontrar símbolos que demostraran que el lugar era un convento. Avancé
hacia el porche. Ya en él busqué el timbre, sin encontrarlo. Un bajo relieve de
la virgen y el niño adornaba un nicho, junto a la puerta, que estaba abierta.
Miré hacia adentro sin percibir demasiado. La luz de las tres de la tarde
parecía no atreverse a entrar al convento.
Antes de irme
decidí recurrir a las palmadas, los aplausos. “¿Hay alguien?”, dije con voz
apenas por arriba de mi tono normal. Ya estaba decidido a irme cuando
vi una sombra en el interior de la casa, que avanzaba hacia mí. Yo mido un
metro setenta y tres y lo primero que noté fue que la sombra era portentosa y
por cierto más alta que yo.
Toda
imaginación mía de lo que podría llegar a ser
la monjita alemana que me diera la inyección se encontró con tal
realidad. Supongo que mediría metro ochenta y cinco, aunque en ese momento me
pareció todavía más. La cara tosca, los rasgos impiadosos, el color
cetrino de la piel y la mirada ladina, era lo único que se veía de la monja,
por lo demás ocultada por un generoso hábito que cubría la poderosa humanidad.
“Buenas tardes “, dijo ella, y creo recordar que fueron las únicas palabras que
dijo en español. Le expliqué que buscaba quién me diera una inyección mientras
le mostraba la ampolla que traía en mi mano. Tenía la esperanza de
que me dijera, como el farmacéutico andino, “No hoy”. Pero ella, me contestó
algo en algún idioma y se dio media vuelta internándose en la penumbra de la
casa. Interpreté que debía seguirla. Me costó un tanto ir tras ella porque
íbamos de penumbra en penumbra, atravesando pasillos. Tuve la esperanza, que no
me pareció para nada pecaminosa, de que me llevaría hasta
alguna monjita alemana de aspecto menos intimidatorio, quizás
con piel tierna del color del pan y sonrisa angelical. De pronto se detuvo ante
una puerta, la abrió y, en forma imprevista, me invitó a pasar primero. Entré.
Era un baño
grande y antiguo. La ventana era pequeña pero lo iluminaba bien. La monja entró
detrás de mí y me pidió, con gestos, la ampolla. Sin decir una palabra preparó
la jeringa y luego me miró, ya lista ella. Aunque no dijo una palabra su
actitud era evidente. Era mi turno. No había camilla ni nada, ni
siquiera un banco. He tenido primeras veces azarosas en otras cosas pero creo
que no recuerdo otra primera vez igual.
Al fin me
decidí e hice el gesto. Dirigí mi mano hacia el cinturón y lo
desprendí. La monja, seria e imperturbable, siguió mirando y esperando. No
recuerdo cuáles fueron los gestos o las palabras ni el idioma que me condujeron
segundos después a esperar la inyección con mi pie derecho apoyado en
el borde del bidet y mi cuerpo doblado por la cintura e inclinado
hacia delante. El dolor que siguió en la nalga derecha fue brutal. A diferencia
de la tortura sufrida a manos de Fernández, esta vez el pinchazo parecía no
terminar nunca, el dolor se convertía en eterno. Entonces escuché las palabras
y bufidos de la monja. El intento había fallado. Me sacó la aguja, y sin dejar
de mascullar su rosario intraducible, estudió el contenido de la jeringa y, con
movimientos rápidos, pasó a mezclar con agua de la canilla la solución. Por
supuesto ni se me ocurrió preguntarle si era agua destilada. Terminada la
operación otra vez me demandó con gestos y miradas que volviera a la posición
de la ejecución. Esta vez presenté la nalga izquierda, donde me aplicó la
inyección hasta la última gota, mientras que yo ahogaba como podía los gritos
que querían salir de mí.
Llegué al hotel
después de media hora. Cada paso que caminaba era una tortura, dejaba salir
cada tanto los alaridos del dolor. Esa fue la tercera y última inyección que me
di en aquel viaje a Bolivia. La cuarta la tiré al tacho de basura
de mi cuarto de hotel. Estaba listo para la muerte, cualquier cosa
menos volver al convento de las monjitas alemanas.