1977 o 1978. Pleno gobierno militar en Argentina. Nos
(tenía un asistente que denominaremos Alberto) tocó trabajar en una auditoria
operativa de una empresa ubicada a unos 85 Km de Buenos Aires. La zona era especialmente
“roja”, debido a actividades que la guerrilla había allí desplegado, por lo que
existía una fuerte presencia militar y policial en todos los caminos.
Para ejecutar ese trabajo Alberto y yo viajábamos todos
los días en mi auto hasta las oficinas del cliente. Estábamos acostumbrados a
las detenciones en la ruta. Mostrar
documentos de identidad, explicar hacia donde nos dirigíamos. Una mirada al
baúl y la mejor cara de “chicos buenos”, nos permitieron siempre seguir hacia
nuestro destino.
Ese día, algo cambió en la rutina. Cuando pasé a buscarlo
muy temprano al muy somnoliento Alberto, que había estado “de parranda” la
noche anterior, se apareció con una voluminosa jaula con dos palomas adentro.
Ante mi lógica consulta, mi compañero me comentó que un amigo suyo era criador
de palomas mensajeras, y que le solicitó llevarla consigo para soltarlas cerca
de la empresa, como forma de entrenamiento (eran 85 Km) ya que pronto iban a participar
en una competencia. Por supuesto, y sin pensarlo demasiado, le dije que no veía
ningún problema en hacerlo.
Pusimos la jaula en la baulera del auto y emprendimos nuestro
camino a nuestra asignación. Aproximadamente en el Km40 unos policías nos
hicieron la señal de detención. Era un control rutinario, exhibimos nuestros
documentos y los del auto, y mientras estábamos en el trámite, Alberto y yo
comenzamos a escuchar (o eso nos parecía) a las palomas haciendo su sonido
característico desde su ubicación en la baulera. Nos pusimos muy nerviosos
mientras seguíamos con los trámites. Afortunadamente, los policías no los
habían escuchado. Respiramos aliviados, la explicación hubiera sido complicada.
Pudimos continuar sin problemas
No por mucho tiempo.
Poco antes de llegar a la empresa, nos desviamos por un camino secundario, más apto para
liberar a las palomas. Íbamos recorriendo dicho camino y Alberto me pidió que
nos detuviéramos. Frenamos, nos bajamos y abrimos el baúl, mi compañero sacó la
jaula, abrió la puertita, y en el exacto momento en que introdujo su mano y las
tomó, de la nada surgieron dos soldados y un oficial y nos apuntaron con sus
armas. Uno de ellos gritó:
—¡Suelte las palomas!
Alberto entendió que la orden era de soltarlas, las
extrajo y las liberó.
—¡Le dije que las
suelte, que las deje, que no las toque!
Ante el hecho de que las palomas escapaban, los soldados
comenzaron a dispararles para detener su huida, afortunadamente sin dar en el
blanco. Las palomas subieron, dieron algunas vueltas hasta orientarse y se
dirigieron a, vaya a saber hacia dónde.
—Eran palomas
mensajeras, ví que tenían un tubito en la pata. ¿Qué mensaje secreto llevaban? —indagaron
los descreídos militares.
—Ninguno.
Supongo tendría la dirección de su palomar.
—¿Los
datos para un futuro ataque?
—Son palomas mansas, no
atacan a nadie.
Pequeña nota del editor: Tener en cuenta que para esa
época no existían los celulares, mails, Instagram ni Skype, y una paloma
mensajera era lo más avanzado en comunicación inalámbrica a larga distancia.
—¿Planes para un
secuestro?
—Para
nada.
—¿Tenía
los nombres de la cúpula de su organización?
—Ninguno.
—¿Datos
sobre armas?
—No.
—Los
encontramos “in fraganti”, en un lugar solitario, enviando mensajes secretos.
Vamos a detenerlos hasta tanto sepamos quiénes son realmente.
—¡No!
¡No! ¡No! —gritaba mi compañero al despertarse abruptamente en el asiento del
acompañante.
—¡Despertate
Alberto, dejá de gritar! ¿Qué pesadilla tenías?
—Nada, nada. Larguemos
las palomas de una buena vez.
Abrimos el baúl, sacamos la jaula y Alberto liberó a las
palomas mensajeras del amigo de mi compañero. Subieron, dieron unas vueltas,
y se dirigieron hacia algún lugar. Tal
vez, a su palomar.
Inspirado en una anécdota laboral contribuida gentilmente
por un amigo.