En esa época, me desempeñaba como auditor de una
importante empresa industrial. Habíamos tomado conocimiento sobre la existencia
de un nuevo juicio por cifras significativas, en el que estaba involucrado el cliente. Era clave tener mayor información, y solicité por los canales
correspondientes una cita con el gerente de Legales. Se trataba de un personaje
intocable dentro del organigrama informal, un “duro”, serio, formal, al que
uno sabe que tiene que guardar respeto y distancia.
Llegué puntual a la cita, el abogado estaba
volviendo de algún otro menester, y al verme esperándolo en la puerta, me hizo
una seña para que pasara. En la entrada a su oficina había una pequeña
elevación, una especie de escalón, de no más de dos centímetros, que fueron
suficientes para que me engancharan la punta de mi zapato, y yo tropezara torpe
y espectacularmente, en una “entrada triunfal”, casi cayendo en forma de X
sobre el piso. Por la seriedad del momento, ninguno de los dos insinuó siquiera
una sonrisa.
Al ingresar, el abogado, que estaba detrás de mí, me
dijo “Tome asiento, por favor”. Para mi pánico, observé que su oficina de
estilo minimalista solo presentaba un
escritorio grande, en el que no había libros, escritos, portalápices,
computadoras o alguna otra cosa que indicara de qué lado se sentaba el dueño de
la oficina, y de qué lado su visitante. El escritorio estaba ubicado en el
centro, y para colmo, tenía colocado un sillón idéntico de cada lado. No tenía más
que 3 o 4 segundos para tomar la decisión correcta. Las posibilidades eran
50/50. Tomé mi decisión y me senté en el sillón que me pareció que podía ser el
del visitante, y……………….…………escuché a mis espaldas al letrado que me indicaba
con voz firme “El otro sillón por favor” …
Una vez aclarada la confusión de los sillones,
estábamos en plena conversación sobre el comprometido tema judicial en el que se
encontraba la empresa. Su secretaria, muy servicial, me alcanzó una taza de
humeante café, acompañado de un sobrecito de azúcar, para que me lo sirviera a
mi gusto. Mientras continuábamos la conversación, y sin quitar por un instante mi
mirada del rostro del abogado, tomé el sobre. Con un adecuado movimiento de mis
dedos le corté la punta, y mientras seguíamos hablando sobre el complicado tema
judicial, vertí el sobre………..sobre todo el escritorio. Una catarata de azúcar se esparció sobre el
vidrio del mueble. El abogado solo atinó a bajar una reprochadora mirada sobre
su nevado escritorio durante un breve e interminable segundo. Había que
mantener la calma en el desastre. Mientras continuaba nuestra conversación, y
como si fuera lo más normal del mundo, con mi mano derecha fui juntando los
infinitos granos de azúcar y empujándolos hacia el extremo de la mesa, donde
los recogí con la
mano izquierda y vertí, disimuladamente, dentro de la taza. Revolví
el café con la cucharita prevista a tal fin, probablemente con demasiado
entusiasmo. Exageré, y el torbellino arremolinado que generé, rebalsó los
bordes de la taza, inundando por completo el platito. Hubo una nueva bajada de
ojos del letrado hacia la taza que flotaba dentro del platito lleno de café
mientras la conversación continuaba, amena.
Levanté la taza para tomar los restos de infusión
que habían sobrevivido, y dejé un reguero de gotas marrones sobre el vidrio de
su antes inmaculado escritorio, las que limpié disimuladamente arrastrando
sobre el vidrio a la otrora resplandeciente manga de mi camisa blanca. La conversación continuó hasta su agotamiento (el del abogado).
El gerente de Legales cumplió con la antigüedad requerida y se
jubiló unos meses después. Luego del pequeño incidente, me fueron asignados
otros clientes (no por culpa del incidente) y no volví más a esa empresa. Supe
que el juicio llegó a la Corte Suprema de Justicia, y ahí continúa.
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