martes, 21 de julio de 2015

REGLAS DE ETIQUETA


El lugar: hall de un importante hotel de San Pablo donde nos alojábamos con motivo de unas reuniones. Las circunstancias: Para esa época tenía entre mis funciones como gerente, la coordinación de capacitación interna de las distintas oficinas de la firma en sudamerica. Mi jefe, un hombre maduro, experimentado y respetado, a quién llamaremos Alberto Cursos, muy formal él, había invitado para una cena de camaradería (principalmente) y de trabajo (muy secundariamente), al líder mundial de capacitación, y jefe suyo (por supuesto que también mío), un bastante más joven inglés a quién llamaremos John Training, quién se encontraba excepcionalmente en San Pablo. John profesaba sumo respeto hacia Alberto y su experiencia, y le interesaba recibir sus comentarios sobre todo los proyectos globales de capacitación. Los hechos: Alberto y yo fuimos los primeros en bajar de las habitaciones y llegar al hall. Él estaba vestido con pantalón gris, saco azul, camisa blanca y corbata al tono. Por mi parte, yo había bajado vestido de sport con una remera. Alberto Cursos, todo un caballero, en forma muy amable me indicó que considerando el status de nuestro jefe e invitado, correspondería vestir de saco y corbata, para lo que debía subir a cambiarme apropiadamente antes que John apareciera. Subí raudamente a la habitación. Cuando volví al hall vestido adecuadamente con saco y corbata, coincidí con la llegada de John Training, quién se encontraba vestido de sport elegante, sin saco y sin corbata. Alberto, quién  empalideció algo al verlo,  le comentó al inglés “-ya vuelvo, olvidé algo en la habitación”, y antes de partir hacia su habitación, me susurró por lo bajo “-no podemos estar más elegantes que él, vaya y póngase sport nuevamente”. A los pocos segundos, John se excusó conmigo indicando que volvía en cinco minutos, desapareciendo por el ascensor. Cuando las puertas se cerraron, subí a mi habitación y me puse la camisa, corbata y saco que había traído por si acaso. Diez minutos después nos encontramos todos en la planta baja, Alberto había mudado a una vestimenta sport, casi se podía definirla como audaz, sin corbata ni nada que se le pareciera, yo estaba con mi remera sport y John Training, todo un lord inglés, bajó con un elegante ambo con una corbata de seda italiana muy vistosa, probablemente comprada en el free shop y estrenada antes de tiempo. Alberto Cursos empalideció  aún más ante la comprometida situación y se dirigió hacia el ascensor, no sin antes indicarle a John que tenía unos documentos en la habitación que quería discutir con él durante la cena, y susurrándome por lo bajo “-ya vengo, no se mueva y converse con John hasta que vuelva”. No pasaron cinco segundos, y John partía a su habitación con una excusa banal, dejándome solo y paralizado en el inmenso hall y con la duda hamletiana, ¿será con corbata o sin corbata?
Al rato, mi jefe Cursos, volvió a aparecerse ésta vez con un elegante traje que había traído para una ocasión que lo amerite, tratando de salvar su omisión a las reglas de etiqueta. No me había movido, conforme a instrucciones. No pasaron más de dos minutos y John Training se apareció nuevamente vestido de sport, apto para una cena informal, o para jugar un partido de golf. Alberto, con su rostro blanco como un papel sintió que no podía ofender a su jefe y colega, partió hacia los ascensores ya directamente sin dar excusas y haciendo un gesto con su mano que ni John ni yo pudimos descifrar. Por inercia y sin tener motivos específicos corrí hacia otro ascensor. Esto ya se estaba pareciendo más a una escena de los Hermanos Marx, que a los preparativos de una cena de trabajo. John dudó. Se dirigió dos veces hacia el ascensor, pero cuando se abrieron las puertas le pareció que iba a hacer lo incorrecto y se quedó. Hizo bien. Alberto bajó, ahora ya algo agitado, con su elegante sport, en coincidencia con la etiqueta de John. Aparecí unos segundos después aún con mi traje, ya que tuve la intuición, equivocada, que John iba a volver a subir y ponerse su traje. Me quité la corbata, la doblé en cuatro y la guardé en el bolsillo delantero izquierdo.
Los tres nos miramos, sonreímos, y salimos del hotel a buscar un restaurante que todavía estuviera abierto a esas horas. Había hambre.




Como extra a esta anécdota auténtica, incluyo una foto casualmente encontrada y que resume el relato publicado en la actualización anterior del blog, llamado “La mano de Dios”, cuya lectura aconsejo, y la presente anécdota. 

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