Fui asignado para realizar la auditoría de esa empresa farmacéutica
multinacional, sin saber en lo que me estaba
metiendo. Sucedía que el personal completo de la compañía, había sido
contagiado del síndrome de la confidencialidad. Todo documento, propio,
generado en la empresa o emitido por
terceros, era por definición, confidencial. Secreto, y
por lo tanto, inaccesible para nosotros como auditores. Este tema,
profundamente inculcado en la cultura empresarial, abarcaba desde la formulación
de un medicamento en etapa de patentamiento, a un comprobante de gastos de taxi
incluido en la rendición de un fondo fijo.
Los auditores necesitan visualizar, comprobar, tocar, documentación de soporte. No alcanza con lo que los
gerentes le cuentan lo que supuestamente hacen bien, sino que deben confirmarlo en los hechos, en
los documentos. Si no lo veo, no lo creo.
Entrar a una oficina de un empleado/supervisor/jefe/gerente, o acercarnos a
su escritorio, equivalía automáticamente al detectar nuestra presencia, que los
papeles que tenían sobre sus escritorios tracen una danza violenta por el aire
para ser dados vuelta y así evitar que nuestras inquisidoras miradas tengan
chances de poder leer lo prohibido.
Nos sentíamos felices cuando un empleado o jefe nos permitía visualizar
algún comprobante o documento delante de ellos, como para tomar nota y tener
algún respaldo.
Recuerdo una ocasión donde un gerente me había entregado unas fotocopias de
planillas que había preparado para valorizar los inventarios de productos
terminados y productos en proceso, que yo estaba revisando. A los pocos minutos,
o segundos, el individuo llega agitado al escritorio que yo ocupaba,
indicándome casi desesperado, que se había equivocado, y por error me había
entregado documentación, que obviamente era confidencial, por lo que no podía
mantenerla en mi poder. Necesitaba que fuera destruida de inmediato, ya que con
la información podría inferirse la fórmula de ciertos medicamentos. Me pidió que
yo la destruyera. Me negué y le pedí que la destruyera él mismo, ya que en caso
contrario jamás estaría seguro de lo que yo podría haber hecho con esa
documentación y la duda lo acompañaría hasta el último día de su vida.
Obviamente, aceptó mi argumento, destruyó delante de mí la fotocopia y, por si acaso, se llevó los pedacitos para
asegurarse que no los tomara yo del cesto y reconstruyera el sensitivo
documento.
En otra ridícula situación, entré sin golpear a la oficina del gerente
contable, uno de los adalides de la confidencialidad. Yo ya estaba dentro de la
oficina, y él no tenía tiempo de dar vuelta todos los muchos papeles que tenía
sobre el escritorio. La mejor forma de mantener sus principios e impedirme leer
una sola palabra, luego de invitarme a sentarme frente a él, fue la de mantener
conmigo una conversación de veinte minutos
sobre temas contables de la empresa, mientras él se encontraba
literalmente acostado sobre los papeles, como si hubiese súbitamente sido
fulminado por un rayo, con sus brazos
extendidos y los dedos abiertos, a riesgo de desgarrarse, haciendo el esfuerzo de cubrir la mayor
superficie posible y evitarme la lectura de sus papeles secretos.
Todo esto era por supuesto muy frustrante. Sin embargo, pronto, llegaría la oportunidad de vengarme.
Pero eso, eso es otra historia.
Otra extraordinaria historia Daniel. Pero, estamos esperando otro capitulo de "El pasado del futuro".
ResponderBorrar