La auditoría a la que fui asignado en aquella oportunidad, implicaba viajar
a una provincia del norte para realizar algunos procedimientos en una planta fabril.
Transcurría el mes de enero. No sé si fue record de temperatura, o era algo
esperable, pero cuando llegué, la marca térmica era de 43° a la sombra. Las
oficinas de la planta no tenían aire acondicionado. Estaban organizadas en una
sala grande sin divisiones, con varios escritorios casi “pegados” unos a otros,
rodeados de varios ventiladores lógicamente encendidos a máxima velocidad. Piedras de
diversos tamaños y orígenes, abrochadoras, perforadoras y otros elementos de
cierto peso estaban colocados sobre los papeles con los que se estaba
trabajando, para evitar su vuelo. De todos modos, y pese a las precauciones,
cada tanto, algún papel rebelde salía volando por los aires, provocando
que el o los empleados del otro lado del escritorio tuvieran que atraparlos en
sus caprichosos vuelos. Luego venía el proceso de identificar la pertenencia
del papel. Se gritaba en voz alta algún título o contenido, del tipo “¿De quién es la factura por 800 cajas?”, o “¿Quién perdió un memorándum por la solicitud de compra de otro ventilador para
Administración de ventas?” Una vez que cada papel volvía a su dueño original,
la rutina del trabajo continuaba hasta el siguiente vuelo. Por más aire generado
por los ventiladores, la temperatura era tan alta, que fue inevitable empapar
los papeles de trabajo con nuestra propia transpiración mientras escribíamos
(no se utilizaban personal computers por ese entonces), y la tinta se
desplazaba haciéndolos casi ilegibles. La salida al mediodía para almorzar era
una tortura, ya que el restaurante estaba a unas dos cuadras de las oficinas.
El lógico postre de helado en cucurucho se derretía a una velocidad mucho mayor
a las posibilidades humanas de lamerlos aceleradamente, lo que obligaba
tomarlos en la posición y lugares adecuados para permitir el incesante goteo.
La noche no fue mejor. Mi habitación de hotel tenía aire acondicionado para
aliviar los 38 o 39° nocturnos. El problema era que el vetusto aparato generaba
un ruido traca “trac..a..traca” similar al que una locomotora a vapor circulara
por el cuarto, lo que me obligaba a apagarlo. A los 5 minutos estaba totalmente empapado
e imposibilitado de dormir. Prendía nuevamente el aire tratando de soportar el
insoportable ruido. Misión imposible. Volvía a apagarlo, hasta transformar mi
cama en una piscina. En resumen, estuve
toda la noche despierto, apagando y prendiendo robóticamente el aire cada 5 o
10 minutos.
Me levanté hecho un zombie, con la expectativa de irme ese día. Los hechos
posteriores demostraron que debía postergar toda manifestación de alegría. Los papeles de trabajo resultaron tan ilegibles por
la transpiración recibida, que tuve que rehacer gran parte de ellos, tratando
de entender mi tergiversada propia letra, tarea nada fácil.
Tal vez, estos acalorados hechos reales sucedieron durante el mismo mes que los narrados en un relato contable publicado
anteriormente, “Verano caliente”. Tal
vez no.
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