En sus años de encargado de auditoría, cuando
el trabajo en el campo era, el trabajo
en el campo, Carlos tuvo que viajar a Yacuiba (en el sur de Bolivia) en plena
época de lluvias, en el año particularmente más lluvioso de la década (o tal
vez de la última centuria, si es que hubiera registro de ello) y en el día
seguramente más lluvioso del año. Por supuesto, los caminos estaban inundados y
casi intransitables.
Partiendo de Yacuiba, se les dificultaba muchísimo
a los auditores conseguir transporte a Tarija, desde donde el asistente debía
volver a La Paz, y Carlos, como encargado, debía tomar su vuelo a Sucre para
luego dirigirse a Potosí, donde tenía que reunirse con la gerencia de un nuevo
cliente donde estaba por iniciar la auditoria.
Nada lograba desanimar a Carlos, y tras buscar una
forma de movilizarse, consiguieron que el conductor de un bus maltrecho y
destartalado, acepte como favor, llevarlos a Tarija en el pasillo del medio.
Los dos auditores viajaron apoyándose espalda con espalda, sentados sobre la
carga de otros pasajeros, a los saltos tratando, vanamente, de conciliar un
poco el sueño. El viaje estaba complicado, en una carretera mojada y resbalosa
y en plena lluvia torrencial. Durante la noche, los auditores despertaban para
darse cuenta que el bus había parado debido a que se quedaba atorado en el
fango y tenían que remover el equipaje para sacar las herramientas para lograr
moverlo, desde adentro del fango y el agua.
Luego de un algo accidentado viaje de unas 16
horas, los auditores llegaron a la
Terminal de Buses de Tarija. Cuando Carlos se acercó para
recoger su equipaje, se llevó la desagradable sorpresa de encontrar a su maleta
chorreando agua, ya que aparentemente con cada parada para sacar las
herramientas, su maleta fue movida, quedando sumergida dentro del agua. Podría
decirse que todo el contenido estaba flotando. Unos pececitos, y podría tener
allí un acuario.
Eran las 6:30 a.m. y Carlos debía ir al aeropuerto
para tomar su avión de las 10:30 de la mañana. Un auditor no se quebranta
fácilmente. Por lo menos, no éste auditor.
En la plaza del aeropuerto, se acomodó en una banca
y abrió su maleta, empezó a exprimir toda su ropa, la sacudió y extendió por
toda la plaza, para que vaya secando alguito:
su traje, corbatas, camisas, ropa interior y en fin, todo lo que tenía.
Al fin en Potosí, a las 21:00 hs, pidió en el hotel
una estufa (no tenían plancha ni otra alternativa para mejorar su apariencia
para la importante reunión del día siguiente) para poder colgar cerca de ella y
que sequen su chaqueta, una camisa, un calzoncillo, una corbata y un pantalón.
Lamentablemente, la combinación de ropa muy húmeda y el calor de la estufa
provocaron una reacción no deseada sobre sus escasas pertenencias de vestuario.
Hasta el día de hoy, el Gerente de Administración
del cliente, recuerda verlo entrar a Carlos vestido con un terno que parecía
haber sido utilizado por última vez en su ceremonia de primera comunión. Las
mangas de la chaqueta le llegaban, a lo sumo, hasta el codo; la chaqueta
llegaba solo hasta el inicio del ombligo, y los pantalones se habían encogido
lo suficiente para ser un modelo pescador que dejaba al descubierto sus peludas
piernas. Pese a todo eso, el cliente aún se mantiene como tal. Los méritos
técnicos fueron superiores a un pequeño detalle de elegancia.
Anécdota aportada gentilmente por una colaboradora desde Bolivia
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