El partido estaba interrumpiendo una de sus interminables
jornadas laborales del cierre mensual, esos días en que no se despega de su
computadora, que por horas y horas se abstraía de toda realidad buscando ese
claro objetivo: que los números cierren (por algo se llama “cierre mensual”).
Si por él fuera no estaría en ese vestuario (el último que había visitado
convencido en querer pasar por esa experiencia deportiva había sido quince años
atrás), pero le habían insistido mucho (o lo suficiente) como para aceptar. El
torneo interno. El orgullo de Administración, de Finanzas y de Recursos Humanos
(que compartían equipo) en juego. No los unía el amor, sino el simple hecho de que
había muchas mujeres en esos sectores y les costaba llegar a los siete que
necesitaban para el partido. “¿Por qué no proponen que se juegue en cancha de
cinco?”, había sugerido Abel. Pero las reglas no las iban a imponer ellos,
menos con el pretexto de no llegar al número mínimo de jugadores.
Conocedor de su deficiente estado físico, apenas dio el
“si” comenzó a ir al pequeño gimnasio del edificio donde vivía. En la terraza,
en un rectángulo definido por vidrios y espejos, una bicicleta fija, una cinta
para correr y unas pesas conforman el espacio deportivo del inmueble. Se había
propuesto hacer, día por medio, unos minutos de cinta, pero su motivación por
el deporte solo lo hizo ir un par de veces. Los dolores de espalda tampoco
colaboraban con la causa.
Ya no había marcha atrás, estaba a minutos del debut.
Luego de las medias, se puso las zapatillas. Brillaban. Se había comprado el
calzado ideal para el césped sintético en el que la práctica deportiva se
desarrollaría. El pantaloncito era la prenda más ajustada al cuerpo, es que los
kilos que había recolectado en los últimos años se le habían concentrado entre
la cintura y las rodillas. Se paró, luego de estar inclinado con la cabeza
hacia abajo, preparando medias y botines, y se le puso la vista algo oscura.
Con un pequeño giro de su cabeza hizo sonar el cuello, echó la cabeza hacia
atrás, forzando un poco su columna, y el resultado fue el crujir de las
cervicales. Se sentía un tanto oxidado. Caminó hasta la cancha, unos saltitos
en el lugar y alguna elongación. Estaba listo.
Su
aspiración era ser el cinco del equipo (puesto de mucho trajín), pero su
realismo lo condicionó y pidió jugar abajo, siempre tuvo la creencia que los
defensores corrían menos. Tampoco confiaba en sus olvidadas habilidades
futbolísticas, no estaba como para proponerse de volante de creación.
Comenzó
el partido y en los primeros minutos no logró identificar a ningún jugador que
se destaque. “Por suerte, parejito…”, pensó, “somos una comunidad laboral
homogénea: todos unos pataduras de alta pureza”. De acuerdo al plan, las
primeras pelotas que se le acercaron terminaron en la cancha aledaña de los
firmes puntinazos aplicados por Abel. Avanzaba el primer tiempo y ganaba
seguridad en la posición, incluso en una jugada tuvo que acelerar la marcha
para cruzar a un rival que atacaba en diagonal en forma peligrosa. Y llegó.
Claro que la pelota terminó afuera de la cancha, tampoco estaba para un quite
limpio y salir jugando. Del choque de hombros, el contrario, un muchachito
veinteañero, quedó desparramado en el piso. Buenas sensaciones. Terminó la
primera parte ahogado y agrandado, en el entretiempo hasta se animó a dar
algunas indicaciones a sus compañeros sin prestar atención a que sus fuerzas
estaban a punto de sucumbir. Cuando entró nuevamente en la cancha sentía las
piernas enyesadas, se habían enfriado y agarrotado. Cinco minutos del
complemento y el muchachito, fresco como una lechuga, nuevamente encaró en
velocidad. Abel se aprestó para volver a destacarse con un cruce, pero esta vez
llegó un poco tarde.
Pisó la pelota en el intento de despeje y se pegó un
porrazo memorable. Las piernas se levantaron y cayó seco, de espalda, derecho
al suelo, con golpe en la nuca incluido. Partido suspendido y él al hospital.
El
médico de guardia le recetó analgésicos desinflamatorios y reposo. Lo mandó al
traumatólogo y le adelantó que necesitaba kinesiología y, por cómo lo veía,
tenía que cambiar su postura corporal. “Muy probablemente deba hacer RPG”. La
recomendación era no trabajar, pero cuando Abel le explicó de sus importantes y
urgentes responsabilidades, le advirtió que trabaje en un espacio
ergonométrico: con una silla adecuada, que tenga apoyabrazos y apoya cabeza,
que sea cómoda; que la pantalla esté elevada, a la altura de los ojos; teclado
grande. “Okey, okey, okey”, fue la respuesta de Abel que tomó la receta y se
fue, derrotado en cuerpo y alma, a su casa. La noche fue terrible, los
calmantes lo dejaron descansar solo de a ratos. Al día siguiente lo esperaba el
último día de cierre, debía terminar todos sus balances y reportes.
A la
mañana, cuando llegó a la oficina, debió soportar estoicamente las preguntas de
quienes lo veían entrar estrenando su cuello ortopédico. No sabía qué era lo
que más le molestaba: si la preocupación, algo fingida, de algunas compañeras o
la explicación técnica de cómo debía proceder en el próximo cruce defensivo por
parte de sus compañeros. Esos diálogos le molestaron de sobremanera, aunque lo
que le dolió (como volver a caerse) fue la detallada descripción que hizo el
tesorero, arquero medio pelo del día anterior, de su fallido intento de
despeje: trote duro y forzado, torpe pisada de pelota, desagraciado movimiento
de huesos y carnes en el aire, choque corporal contra el césped sintético,
ruido a bolsa de papas y posteriores gritos de dolor en medio de un preocupado
silencio por la salud del rígido defensor central. Aunque fueron minutos, para
Abel fue como la larga ceremonia de un pelotón de fusilamiento a su orgullo.
Tenía el presentimiento que lo peor todavía no había
pasado.
Este relato ha sido aportado gentilmente por Gaston Raffo
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