En mayo de 2015 subí al blog
el relato ACQUAMAN, referido a una anécdota en ocasión de tener que realizar un
inventario de combustible almacenado en grandes tanques. A los que no tuvieron
oportunidad de leerla, o la quieren repasar, el ícono está a la derecha del
blog. Traigo ésta historia al recuerdo, ya que la de hoy tuvo que ver también
con otro inventario de combustible en la refinería, y cronológicamente sucedió
unos años antes que los hechos de ACQUAMAN.
Era mi primer inventario en
una refinería. Me tenía entusiasmado, era algo distinto, con una metodología
muy específica, con rasgos aventureros, había que subirse al inmenso tanque a
una plataforma a gran altura para realizar la medición, en resumen, un
inventario muy especial.
Pero no todo era tan
prometedor. Mientras viajaba en tren hacia el destino, el cielo nublado se
tornó en tormentoso, y se inició algo parecido al Diluvio Universal. Estaba
claro para mí que, en estas horrorosas condiciones, era imposible hacer el
inventario. Era una pena hacer todo ese viaje, sabiendo que me harían volver
para otro día. Pero formalmente correspondía presentarse, ser informado que se
suspendía el inventario y conocer la nueva fecha.
El diluvio no había cedido
sino que, por el contrario, estábamos en presencia de un tsunami cuando me anuncié
en Portería de la refinería. El encargado buscó mi nombre en una lista, y lo
encontró fácilmente. Me señaló un bulto amarillo y me indicó: “Póngase el traje
de lluvia y los borceguíes y repórtese en la casilla de mediciones, a unos 200
metros, al lado de ese tanque, que ya están todos esperándolo para iniciar el
inventario.” La noticia me cayó como un
balde de agua fría. En realidad, estaban cayendo del cielo baldes de agua fría
en forma de lluvia. Me disfracé con esos inmensos y pesados pantalones y piloto
grueso e impermeable, como ese traje que usan los motociclistas en días de
lluvia, me puse los más pesados borceguíes que me proveyeron, y me dirigí
resignado a la casilla. Cuando entré, una multitud (enseguida aclaro el
término), todos disfrazados con sus respectivos trajes de lluvia de amarillo
patito estaba ahí. Se trataba de una noche muy especial, el Gobierno había
dispuesto la nacionalización de la comercialización de combustibles, para lo
cual ese inventario era esencial para establecer las respectivas
responsabilidades sobre los productos.
Tan importante era que todo el mundo envió representantes. Estábamos: el empleado medidor (único con la experiencia de medir), un empleado de Auditoria interna de la empresa sede central, uno de Auditoria interna de la refinería, uno de Contaduría, uno de YPF y uno del Ministerio de Energía. Completaba el heterogéneo equipo el auditor de la empresa, yo.
Como se habían parado todos
los despachos desde la planta comercial de la refinería, y esos inventarios se
tomarían como los volúmenes que una parte entregaría a la otra, había que
hacerlo llueva o truene (de hecho, llovía y tronaba). Salimos “chapoteando” en
dirección a nuestro primer tanque. Era noche cerrada, sin luna que alumbre, excepto
por la muy poca luz de las luminarias que cada tanto se dejaban ver a través de
la cortina acuosa. Las escaleras metálicas adosadas a los tanques estaban más
resbalosas que nunca. Claramente teníamos problemas de infraestructura. Las
mediciones de tanques se hacen desde una plataforma ubicada en el techo. Mide
aproximadamente 2 (dos) metros cuadrados, preparada para una sola persona (el
medidor) y eventualmente una más. Pero, éramos 7 (siete) los que teníamos que
acomodarnos en ese reducido, reducidísimo espacio. Cada uno tenía su propia
libreta para hacer sus anotaciones independientes de las mediciones. El
equilibrio allá arriba era totalmente inestable. Los siete formábamos una sola
masa humana tratando de no caernos desde los 10 o 12 metros de altura. Como
todos pretendíamos no depender de las anotaciones de los otros, cada uno se
arrimaba hasta la boca de medición para verificar lo que la cinta métrica en
manos del medidor estaba marcando. Para permitir que cada uno observe la
medida, todo el grupo humano debía continuamente rotar haciendo “mini pasos”
para evitar la caída. A los problemas de la multitud se agregaba que todos
abrían (abríamos) simultáneamente
nuestras libretas y tratábamos inútilmente de anotar las mediciones con
lapiceras, molestándonos con nuestros codos y arriesgando la integridad física
de la masa humana compacta. Es sabido que las biromes no funcionan sobre un
papel húmedo (esto ya era más bien un papel empapado) y menos bajo un diluvio.
Anotábamos algo en nuestras libretas, y las metíamos urgente a salvaguarda bajo
nuestros disfraces, sabiendo que probablemente serian totalmente ilegibles
cuando intentemos transcribirlas en papeles y formularios que certifiquen ese
histórico hito en la comercialización de combustibles. Como teníamos que
consensuar la medida arriba del tanque, ya que una vez abajo era imposible
verificar distintas anotaciones, era necesario sacarnos las inmensas capuchas
de los disfraces que no permitían oír, empapándonos mientras gritábamos
desaforadamente en medio del atronador sonido de la tormenta. El agua se
escurría y acumulaba dentro de nuestro disfraz impermeable, generando un
interesante “efecto pecera”. Mientras
tanto, el medidor había traído un lápiz y un paraguas para proteger la boca de
medición e intentar escribir en su libreta.
Luego de medir unos tres o
cuatro tanques de forma conjunta y absurda, admitimos que el caos en la
medición era total e insano. Decidimos que
para las mediciones de los tanques siguientes debíamos ser algo más
flexibles en nuestras rígidas posiciones de independencia y admitimos que solo
el medidor tome las anotaciones, y que esas sean las válidas para que luego
todos las copiemos. Para ello, todos debíamos ver las medidas que señalaba la
cinta métrica, por lo que seguíamos haciendo la rotación como una sola masa
humana, y también teníamos que leer lo que el medidor escribía con su lápiz en
la única y oficial libreta, con lo que él nos la mostraba a cada uno velozmente
para que verifique antes que el agua la moje más pese al paraguas. Surgió un
nuevo inconveniente. Una de las mediciones clave es la de determinar el volumen
de agua que puede estar depositado al fondo del tanque, para lo que se unta la
cinta de medición con una pasta que reacciona solo con el agua. Si bien el
paraguas disponible se colocaba
cubriendo la boca de medición, por efectos del viento y la tormenta,
algunas gotas traviesas siempre circulaban por la cinta y generaban una
reacción completa, implicando determinar inmensos volúmenes inexistentes de agua en los
tanques. Suspendimos el inventario por un rato, aguardando que la lluvia amainara
un poco, cosa que eventualmente sucedió y pudimos volver a la intemperie
enfundados en nuestros disfraces amarillos patito. Trabajamos toda la noche
hasta completar las mediciones previstas. El medidor nos permitió luego copiar
lo que apenas se leía en su libreta, a nuestros respectivos formularios.
Con los vaivenes que nos
caracterizan a los argentinos, lo que nacionalizamos en el sector petrolero fue
luego privatizado y más tarde vuelto a nacionalizar y después privatizado.
Mientras tanto continué mi trabajo como auditor, y como tal participé en muchos
inventarios. Pero, por algún motivo, guardo por éste un especial recuerdo.
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