sábado, 22 de abril de 2017

EL AGUA QUE MOJA


En mayo de 2015 subí al blog el relato ACQUAMAN, referido a una anécdota en ocasión de tener que realizar un inventario de combustible almacenado en grandes tanques. A los que no tuvieron oportunidad de leerla, o la quieren repasar, el ícono está a la derecha del blog. Traigo ésta historia al recuerdo, ya que la de hoy tuvo que ver también con otro inventario de combustible en la refinería, y cronológicamente sucedió unos años antes que los hechos de ACQUAMAN.

Era mi primer inventario en una refinería. Me tenía entusiasmado, era algo distinto, con una metodología muy específica, con rasgos aventureros, había que subirse al inmenso tanque a una plataforma a gran altura para realizar la medición, en resumen, un inventario muy especial.

Pero no todo era tan prometedor. Mientras viajaba en tren hacia el destino, el cielo nublado se tornó en tormentoso, y se inició algo parecido al Diluvio Universal. Estaba claro para mí que, en estas horrorosas condiciones, era imposible hacer el inventario. Era una pena hacer todo ese viaje, sabiendo que me harían volver para otro día. Pero formalmente correspondía presentarse, ser informado que se suspendía el inventario y conocer la nueva fecha.

El diluvio no había cedido sino que, por el contrario, estábamos en presencia de un tsunami cuando me anuncié en Portería de la refinería. El encargado buscó mi nombre en una lista, y lo encontró fácilmente. Me señaló un bulto amarillo y me indicó: “Póngase el traje de lluvia y los borceguíes y repórtese en la casilla de mediciones, a unos 200 metros, al lado de ese tanque, que ya están todos esperándolo para iniciar el inventario.”  La noticia me cayó como un balde de agua fría. En realidad, estaban cayendo del cielo baldes de agua fría en forma de lluvia. Me disfracé con esos inmensos y pesados pantalones y piloto grueso e impermeable, como ese traje que usan los motociclistas en días de lluvia, me puse los más pesados borceguíes que me proveyeron, y me dirigí resignado a la casilla. Cuando entré, una multitud (enseguida aclaro el término), todos disfrazados con sus respectivos trajes de lluvia de amarillo patito estaba ahí. Se trataba de una noche muy especial, el Gobierno había dispuesto la nacionalización de la comercialización de combustibles, para lo cual ese inventario era esencial para establecer las respectivas responsabilidades sobre los productos.


Tan importante era que todo el mundo envió representantes. Estábamos: el empleado medidor (único con la experiencia de medir), un empleado de Auditoria interna de la empresa sede central, uno de Auditoria interna de la refinería, uno de Contaduría, uno de YPF y uno del Ministerio de Energía. Completaba el heterogéneo equipo el auditor de la empresa, yo.

Como se habían parado todos los despachos desde la planta comercial de la refinería, y esos inventarios se tomarían como los volúmenes que una parte entregaría a la otra, había que hacerlo llueva o truene (de hecho, llovía y tronaba). Salimos “chapoteando” en dirección a nuestro primer tanque. Era noche cerrada, sin luna que alumbre, excepto por la muy poca luz de las luminarias que cada tanto se dejaban ver a través de la cortina acuosa. Las escaleras metálicas adosadas a los tanques estaban más resbalosas que nunca. Claramente teníamos problemas de infraestructura. Las mediciones de tanques se hacen desde una plataforma ubicada en el techo. Mide aproximadamente 2 (dos) metros cuadrados, preparada para una sola persona (el medidor) y eventualmente una más. Pero, éramos 7 (siete) los que teníamos que acomodarnos en ese reducido, reducidísimo espacio. Cada uno tenía su propia libreta para hacer sus anotaciones independientes de las mediciones. El equilibrio allá arriba era totalmente inestable. Los siete formábamos una sola masa humana tratando de no caernos desde los 10 o 12 metros de altura. Como todos pretendíamos no depender de las anotaciones de los otros, cada uno se arrimaba hasta la boca de medición para verificar lo que la cinta métrica en manos del medidor estaba marcando. Para permitir que cada uno observe la medida, todo el grupo humano debía continuamente rotar haciendo “mini pasos” para evitar la caída. A los problemas de la multitud se agregaba que todos abrían (abríamos)  simultáneamente nuestras libretas y tratábamos inútilmente de anotar las mediciones con lapiceras, molestándonos con nuestros codos y arriesgando la integridad física de la masa humana compacta. Es sabido que las biromes no funcionan sobre un papel húmedo (esto ya era más bien un papel empapado) y menos bajo un diluvio. Anotábamos algo en nuestras libretas, y las metíamos urgente a salvaguarda bajo nuestros disfraces, sabiendo que probablemente serian totalmente ilegibles cuando intentemos transcribirlas en papeles y formularios que certifiquen ese histórico hito en la comercialización de combustibles. Como teníamos que consensuar la medida arriba del tanque, ya que una vez abajo era imposible verificar distintas anotaciones, era necesario sacarnos las inmensas capuchas de los disfraces que no permitían oír, empapándonos mientras gritábamos desaforadamente en medio del atronador sonido de la tormenta. El agua se escurría y acumulaba dentro de nuestro disfraz impermeable, generando un interesante “efecto pecera”.  Mientras tanto, el medidor había traído un lápiz y un paraguas para proteger la boca de medición e intentar escribir en su libreta.


Luego de medir unos tres o cuatro tanques de forma conjunta y absurda, admitimos que el caos en la medición era total e insano. Decidimos que  para las mediciones de los tanques siguientes debíamos ser algo más flexibles en nuestras rígidas posiciones de independencia y admitimos que solo el medidor tome las anotaciones, y que esas sean las válidas para que luego todos las copiemos. Para ello, todos debíamos ver las medidas que señalaba la cinta métrica, por lo que seguíamos haciendo la rotación como una sola masa humana, y también teníamos que leer lo que el medidor escribía con su lápiz en la única y oficial libreta, con lo que él nos la mostraba a cada uno velozmente para que verifique antes que el agua la moje más pese al paraguas. Surgió un nuevo inconveniente. Una de las mediciones clave es la de determinar el volumen de agua que puede estar depositado al fondo del tanque, para lo que se unta la cinta de medición con una pasta que reacciona solo con el agua. Si bien el paraguas disponible se colocaba  cubriendo la boca de medición, por efectos del viento y la tormenta, algunas gotas traviesas siempre circulaban por la cinta y generaban una reacción completa, implicando determinar  inmensos volúmenes inexistentes de agua en los tanques. Suspendimos el inventario por un rato, aguardando que la lluvia amainara un poco, cosa que eventualmente sucedió y pudimos volver a la intemperie enfundados en nuestros disfraces amarillos patito. Trabajamos toda la noche hasta completar las mediciones previstas. El medidor nos permitió luego copiar lo que apenas se leía en su libreta, a nuestros respectivos formularios.



Con los vaivenes que nos caracterizan a los argentinos, lo que nacionalizamos en el sector petrolero fue luego privatizado y más tarde vuelto a nacionalizar y después privatizado. Mientras tanto continué mi trabajo como auditor, y como tal participé en muchos inventarios. Pero, por algún motivo, guardo por éste un especial recuerdo.

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