Si bien no es imprescindible
para ponerlos en antecedentes, recomiendo leer los relatos ¡WELCOME TO ENGLAND!
PART I and II, que aparecieron en el blog en Octubre y Septiembre (están a la derecha abajo de la página). Un mini
resumen indicaría que se trataba de un viaje ocurrido por 1986 ó 1987 para una
capacitación laboral en Londres. La llegada había sido un poco accidentada por
alguna situación complicada en la Aduana, que leída hoy seguro resulta muy graciosa, pero
que en ese momento fue algo tensa. En la PART II se incluía otro momento
desafortunado en el intento de ingresar a un pub exclusivamente de punks y un
pequeño altercado con el inmenso “bouncer” que custodiaba el lugar de la
presencia de indeseables, categoría en la que yo entraba. Tal como les
anticipaba en esos relatos, esas no fueron las únicas situaciones especiales
que me sucedieron durante esa muy breve estadía.
El curso que había motivado
mi viaje se desarrollaba en las afueras de la ciudad en jornada completa. Me
pareció un buen programa, tan pronto finalizó la capacitación del día, abordar
el tren a Londres y luego el metro para visitar la espectacular e histórica
Abadía de Westminster. Sabía que tendría poco tiempo antes de que cerraran.
Corrí y llegué con el margen justo como para entrar y sacar mi ticket, o eso
creía. Al intentar ingresar, un sacerdote se me interpuso (en una situación
parecida, pero no similar a la del “bouncer” del pub de la PART II), y
amablemente me indicó que el horario para visitantes estaba terminando por lo
que ya no vendían tickets y debería regresar más temprano otro día. Frustrado,
regresé al hotel.
Solo me quedaba una
oportunidad. En el día final de la capacitación, la jornada terminaba un poco antes. Al día siguiente volvía a
Buenos Aires. Con suerte iba a poder llegar a tiempo. Salí del curso más rápido
que Flash, el tren y el metro colaboraron y sabía que esa vez lo lograría. O
casi. Al acercarme a la abadía pude observar una muy larga fila de automóviles
Rolls Royce negros, una alfombra roja llegando a la calle y un sacerdote muy
engalanado (tal vez era el mismo que pocos días atrás me había bloqueado la
entrada) saludando con reverencias a los que iban descendiendo de los autos,
todos ellos vestidos de gala para la ocasión. ¿La ocasión? Aparentemente alguna
ceremonia religiosa para que asistieran los miembros de la “high society”
inglesa. Estaba tan fuera de lugar como cuando intenté entrar al pub de los
punks. Ya no iba a poder conocer ese ícono de Londres. Pero algo sucedió.
Mientras me agolpaba en las
afueras de la abadía, junto con muchos otros curiosos, observé que un “civil”,
vestido de “civil”, se dirigió hacia la entrada. Lo detuvieron, pero lo escuché
decir: “For the service”, tras lo cual, le permitieron ingresar. Unos minutos
más tarde, otro civil se desprendió de los curiosos, lo frenaron, pronunció las
palabras mágicas “For the service”, y lo dejaron avanzar al interior. Ignoraba
y hoy sigo ignorando los motivos por lo que una ceremonia aparentemente
reservada a la aristocracia, se abría a la “gente de a pié” que conociera las
palabras adecuadas. Era mi chance, la única. Guardé mi camarita fotográfica en
el bolsillo, aparté a algunos nativos, y me dirigí resuelto con mi corazón
palpitando con redobles de tamboriles hacia el sacerdote bloqueador. Puso
gentilmente su palma abierta sobre mi pecho e hizo un gesto de negativa con su
cabeza, transmitiendo telepáticamente algo así como “I am sorry, pero nadie te
invitó a esta ceremonia”. No me amilané, y le dije clara y lentamente, abriendo
la boca, como para que no existieran dudas, los tres vocablos del santo y seña
“For the service”. Su rostro cambió, registrándose algo calificable como una
leve sonrisa, su mano barrera bajó y la extendió señalando la entrada, lo que interpreté
como gesto suficiente para ingresar.
Todavía sin estar seguro si
estaba haciendo lo correcto, o si por pasaría la noche en un calabozo (los de
la London Tower no son muy recomendables para los impresionables), ingresé a
paso firme antes de que se arrepintieran. Tan solo entrar (o intentarlo), un
amable e inmenso hombrachón vestido de gala y con sombrero de copa me consultó “¿Sir?”.
Mi obvia respuesta fue “For the service”, a lo que recibí un. “Please, follow
me”. Y le hice el “follow” a mi guía, quién me indicó un largo banco, delante
de todo, con vista directa y cercana al Cardenal (u Obispo, no se diferenciar
los rangos eclesiásticos) que oficiaba, al lado de los otros “civiles” que me
habían precedido, y frente a toda la aristocracia londinense que estaba sentada
en unos inmensos sillones de madera labrada. Me proporcionó también una hoja
plastificada con las oraciones, indicándome con su dedo por donde iban.
Mi visita a Westminster
transcurrió desde el banco de la abadía, mirando disimuladamente hacia todos
lados tratando de absorber algo de la grandeza del lugar. No fue lo ideal como
tour pero, al menos, pude verla desde adentro. Recuerdo algunas miradas de
reproche de algunos fieles por curiosear todo, menos la hoja plastificada.
Y tal como nos contaban de
niños, unas palabras mágicas pueden llegar a abrir puertas inesperadas.
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