En ese tórrido, caluroso, húmedo y pegajoso verano, el destino hizo que me
asignaran como encargado de una auditoria en un cliente, mediana empresa, que
tenía la característica de contar en su administración, exclusivamente con
mujeres. La Controller, la Jefa contable, la Tesorera, la Encargada
de facturación y clientes, la de Compras, la Auxiliar, etc., todas damas de
diversas edades. Como espacio es lo que
no sobraba, estaban ellas sentadas juntas con sus escritorios casi pegados uno
al otro, sin mamparas, ni separaciones. Y en el medio de todas ellas, yo,
mudándome cada día a otro escritorio que estuviera libre durante esa jornada, en
función de la que había faltado, la que estaba de vacaciones, de parto, enferma,
o simplemente ausente. Siempre tenía la sensación de ser el único hombre sobreviviente que llegó nadando a una isla solo
habitada por mujeres. A esta altura, muchos lectores probablemente estarán
pensando “¡Qué envidia!”, pero estar solo rodeado por tantas damas, puede
llegar a ser inquietante. Para colmo de
incomodidades, no había aire acondicionado y solo unos ventiladores trataban de
dar un poco de vientito al ambiente.
Una de esas tardes especialmente calurosas, un gerente del estudio de
auditoria me pidió que suspendiera mi
trabajo en el cliente por un rato y que me dirigiera inmediatamente a las oficinas
céntricas, ya que había una reunión importante a la que consideraba que yo
debía asistir. Era una orden y no pude resistirla. Cumplirla, implicó caminar
unas seis cuadras bajo un solazo asesino, con unos 36°, hasta llegar a la
estación del subterráneo, viajar hacinado hasta
el Centro, caminar otras cuadras hasta la oficina, mantener la reunión,
que obviamente no era tan importante y que se podría haber celebrado totalmente
sin mi presencia, y emprender la vuelta. . Todo ello, vestido por supuesto con
mi “uniforme” de auditor (camisa, corbata y saco),
El retorno no fue mejor que la ida. La temperatura en Buenos Aires ya
estaba cercana a los 38 grados, en el subte algunos 5 o 6 más. Las seis cuadras
caminando desde la estación hasta la oficina del cliente me resultaron una
caminata por el infierno. Estaba totalmente obnubilado, mareado y por supuesto
empapado y más que acalorado.
Entré a la oficina, sin saber dónde estaba, ni quién era yo, o que hacía ahí.
Solo la desesperación me daba órdenes internas. Llegué hasta el escritorio que
estaba ocupando, totalmente pálido, sin mirar a todas las mujeres que
levantaron la cabeza al verme pasar como una tromba y de las que ignoré su
existencia en ese momento. Me quité el saco y lo arrojé sobre la mesa. Me aflojé
la corbata y me la saqué como quién se quita la soga del cuello diez segundos
antes de que el verdugo lo ahorque. Finalmente, me desabroché todos los botones
de la camisa. Estaba en el acto de quitármela, cuando por primera vez desde que
llegué, mis ojos se cruzaron con los de la azorada Controller. Me dí cuenta de que no estaba solo. Todos los
ojos femeninos de la Administración (o sea, todos los ojos, menos los mios) me
estaban observando con una mezcla de espanto, miedo, sorpresa, disgusto,
indignación y lástima. Ninguna con admiración. Lentamente, y como si no hubiera
pasado nada anormal, volví a abrocharme la camisa y acomodarla dentro del
pantalón y me coloqué nuevamente la
corbata emprolijando mi tradicional ”Nudo Windsor”..
La Jefa contable me relataba luego que me vieron entrar tan fuera de mí mismo, y tan desesperado por arrancarme la ropa, que ninguna se atrevió a
detenerme, o decirme algo, por temor a la forma en que pudiera reaccionar. Pedí
las disculpas del caso, y nunca más se mencionó el episodio delante de mi, aunque
supongo que todas siguieron recordándolo durante décadas, cada vez que llegaba
la época de la realización de la auditoría.
Nunca más volví por ahí. Tengo entendido que la recatada Controller exigió
a partir de la auditoría siguiente, que si el estudio pretendía mantenerlos
como clientes, les mandaran exclusivamente auditoras para realizar el
trabajo.
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