miércoles, 21 de diciembre de 2016

UN CINCO HABILIDOSO

El partido estaba interrumpiendo una de sus interminables jornadas laborales del cierre mensual, esos días en que no se despega de su computadora, que por horas y horas se abstraía de toda realidad buscando ese claro objetivo: que los números cierren (por algo se llama “cierre mensual”). Si por él fuera no estaría en ese vestuario (el último que había visitado convencido en querer pasar por esa experiencia deportiva había sido quince años atrás), pero le habían insistido mucho (o lo suficiente) como para aceptar. El torneo interno. El orgullo de Administración, de Finanzas y de Recursos Humanos (que compartían equipo) en juego. No los unía el amor, sino el simple hecho de que había muchas mujeres en esos sectores y les costaba llegar a los siete que necesitaban para el partido. “¿Por qué no proponen que se juegue en cancha de cinco?”, había sugerido Abel. Pero las reglas no las iban a imponer ellos, menos con el pretexto de no llegar al número mínimo de jugadores.

Conocedor de su deficiente estado físico, apenas dio el “si” comenzó a ir al pequeño gimnasio del edificio donde vivía. En la terraza, en un rectángulo definido por vidrios y espejos, una bicicleta fija, una cinta para correr y unas pesas conforman el espacio deportivo del inmueble. Se había propuesto hacer, día por medio, unos minutos de cinta, pero su motivación por el deporte solo lo hizo ir un par de veces. Los dolores de espalda tampoco colaboraban con la causa.


Ya no había marcha atrás, estaba a minutos del debut. Luego de las medias, se puso las zapatillas. Brillaban. Se había comprado el calzado ideal para el césped sintético en el que la práctica deportiva se desarrollaría. El pantaloncito era la prenda más ajustada al cuerpo, es que los kilos que había recolectado en los últimos años se le habían concentrado entre la cintura y las rodillas. Se paró, luego de estar inclinado con la cabeza hacia abajo, preparando medias y botines, y se le puso la vista algo oscura. Con un pequeño giro de su cabeza hizo sonar el cuello, echó la cabeza hacia atrás, forzando un poco su columna, y el resultado fue el crujir de las cervicales. Se sentía un tanto oxidado. Caminó hasta la cancha, unos saltitos en el lugar y alguna elongación. Estaba listo.

Su aspiración era ser el cinco del equipo (puesto de mucho trajín), pero su realismo lo condicionó y pidió jugar abajo, siempre tuvo la creencia que los defensores corrían menos. Tampoco confiaba en sus olvidadas habilidades futbolísticas, no estaba como para proponerse de volante de creación.

Comenzó el partido y en los primeros minutos no logró identificar a ningún jugador que se destaque. “Por suerte, parejito…”, pensó, “somos una comunidad laboral homogénea: todos unos pataduras de alta pureza”. De acuerdo al plan, las primeras pelotas que se le acercaron terminaron en la cancha aledaña de los firmes puntinazos aplicados por Abel. Avanzaba el primer tiempo y ganaba seguridad en la posición, incluso en una jugada tuvo que acelerar la marcha para cruzar a un rival que atacaba en diagonal en forma peligrosa. Y llegó. Claro que la pelota terminó afuera de la cancha, tampoco estaba para un quite limpio y salir jugando. Del choque de hombros, el contrario, un muchachito veinteañero, quedó desparramado en el piso. Buenas sensaciones. Terminó la primera parte ahogado y agrandado, en el entretiempo hasta se animó a dar algunas indicaciones a sus compañeros sin prestar atención a que sus fuerzas estaban a punto de sucumbir. Cuando entró nuevamente en la cancha sentía las piernas enyesadas, se habían enfriado y agarrotado. Cinco minutos del complemento y el muchachito, fresco como una lechuga, nuevamente encaró en velocidad. Abel se aprestó para volver a destacarse con un cruce, pero esta vez llegó un poco tarde.
Pisó la pelota en el intento de despeje y se pegó un porrazo memorable. Las piernas se levantaron y cayó seco, de espalda, derecho al suelo, con golpe en la nuca incluido. Partido suspendido y él al hospital.

El médico de guardia le recetó analgésicos desinflamatorios y reposo. Lo mandó al traumatólogo y le adelantó que necesitaba kinesiología y, por cómo lo veía, tenía que cambiar su postura corporal. “Muy probablemente deba hacer RPG”. La recomendación era no trabajar, pero cuando Abel le explicó de sus importantes y urgentes responsabilidades, le advirtió que trabaje en un espacio ergonométrico: con una silla adecuada, que tenga apoyabrazos y apoya cabeza, que sea cómoda; que la pantalla esté elevada, a la altura de los ojos; teclado grande. “Okey, okey, okey”, fue la respuesta de Abel que tomó la receta y se fue, derrotado en cuerpo y alma, a su casa. La noche fue terrible, los calmantes lo dejaron descansar solo de a ratos. Al día siguiente lo esperaba el último día de cierre, debía terminar todos sus balances y reportes.
           
A la mañana, cuando llegó a la oficina, debió soportar estoicamente las preguntas de quienes lo veían entrar estrenando su cuello ortopédico. No sabía qué era lo que más le molestaba: si la preocupación, algo fingida, de algunas compañeras o la explicación técnica de cómo debía proceder en el próximo cruce defensivo por parte de sus compañeros. Esos diálogos le molestaron de sobremanera, aunque lo que le dolió (como volver a caerse) fue la detallada descripción que hizo el tesorero, arquero medio pelo del día anterior, de su fallido intento de despeje: trote duro y forzado, torpe pisada de pelota, desagraciado movimiento de huesos y carnes en el aire, choque corporal contra el césped sintético, ruido a bolsa de papas y posteriores gritos de dolor en medio de un preocupado silencio por la salud del rígido defensor central. Aunque fueron minutos, para Abel fue como la larga ceremonia de un pelotón de fusilamiento a su orgullo.

Tenía el presentimiento que lo peor todavía no había pasado.
           

Este relato ha sido aportado gentilmente por Gaston Raffo

viernes, 23 de septiembre de 2016

PICANTES CONFESIONES


Nunca me caractericé por tener una resistencia marcada a la comida picante o muy condimentada. En realidad, debería admitir mi casi nulo aguante en relación a todo lo “hot”. Me refiero a comidas. Van algunos ejemplos.

La Paz, Bolivia                                                                            

Había llegado hace poco a La Paz. Antes de ir a la oficina, fui a almorzar a lo que parecía ser un buen restaurante local. Fui muy bien recibido. Ordené comida “tranquila”, algo bien liviano. El mozo trajo a la mesa unos platitos con algo para “matar el hambre” mientras esperaba la comida. Eran unas pequeñas tostadas, un platito con manteca, y un platito con una pasta roja no totalmente disuelta. En mi ingenuidad, e ignorancia sobre comida boliviana andina, asumí que se trataba de tomate con trocitos de cebolla. Unté generosamente una tostada y le di un buen mordiscón. De inmediato sentí toda mi boca arder, los labios y la lengua quemaban y mis ojos lagrimeaban. Me tomé toda la bebida que tenía en la mesa y tardé varios minutos en recomponerme y amainar el fuego.
Había comido “llajwa o llajua boliviana”, una rica salsa picante andina que allí acompaña casi todo plato tradicional, y no tradicional.   Se prepara con tomate, una ramita de hierba aromática como la quirquiña, y lo más importante, el locoto (ají picante rojo o amarillo, o chile, o ají pu… par.., según el lugar), que si se les deja las semillas al moler todos los ingredientes, es especialmente picante. Incluso hay un mito local que dice que si el cocinero insulta al locoto con palabras soeces al molerlo, la llajwa sale más picante. Sin duda, el que preparó la mía, la había maldecido contundentemente.



Recife, Brasil


Fui a trabajar por unos muy pocos días a Brasil. Era mucho lo que había que hacer y escaso el tiempo. Se hizo el mediodía y les pedí a la gente de la empresa que me trajeran alguna comida para ingerir allí en la oficina, mientras siguiera con mis tareas. Quisieron quedar bien conmigo, y me trajeron una cajita con sushi. Quedé completamente solo durante el horario de almuerzo, por lo que aproveché para abrir mi sushi. No tenía mayor experiencia con comida japonesa, y fui probando las distintas piezas que encontré bien sabrosas. Hasta ahí, todo bien.  La caja contenía, además de las piezas de sushi, una pelotita de crema verde. Asumí que esa pasta verde era palta pisada transformada en un exquisito guacamole. ¿Qué otra cosa podía ser? Como siempre el guacamole me ha parecido sabroso, tomé con tenedor una muy buena porción, y en contados segundos unos vapores ardientes subieron por mis conductos nasales, laringe, faringe y supongo cerebro también, haciéndome sentir que me incendiaba. El wasabi, condimento japonés extraído de un rábano picante, que de eso se trataba la pasta verde, hizo estragos en mi. Tomé lo poco que me quedaba de gaseosa, y salí desesperado por las oficinas a la búsqueda de más líquido.
Bebí restos de bebidas de otros escritorios, remanentes de tazas de café y probablemente el agua de algún florero. El sushi me sigue gustando, pero aprendí la lección y jamás volví a probar esa pasta verde que sirven en el plato. Como dice un antiguo dicho (¿japonés?) “El que se quemó una vez con la sopa, después sopla hasta la sandía”



Cochabamba, Bolivia

Y ya que hablamos de sopa, por último un recuerdo originado en un trabajo en una empresa grande en Cochabamba. Tenían comedor en la planta industrial, y el gerente general me invitó gentilmente a almorzar con él. Para mi espanto, solo servían comida tradicional boliviana, y no era cuestión que el argentino “flojazo” solicite régimen especial. El plato principal era sopa de maní, que como podrán imaginar a esta altura, era una comida picantona que se prepara con osobuco, papas, arvejas, zanahorias, maní, pimientos rojos y verdes, pimienta y algún otro ingrediente como para darle más sabor. Estaba charlando con el gerente cuando probé mi primera cucharada sopera, abundante, como para demostrar que no me achicaba el desafío. Quedé mudo, sin respiración, mi frente se inundó de sudor y de mis ojos brotaban incontenibles lágrimas. Mi rostro enrojeció y tuve que tranquilizar al gerente confirmado que no me pasaba nada, mientras para mis adentros me incineraba.


Claramente, lo mío, es el pollito hervido con puré de papa.

lunes, 29 de agosto de 2016

AJUSTE “A LA URUGUAYA"


La inflación no es un tema nuevo en Argentina, ni en otros países vecinos. Así fue que, en tiempos que aún no estaba masificado el uso de hojas de cálculo electrónicas (Multiplan, QuattroPro, Lotus 1-2-3, Excel, etc.), un socio de la firma construyó una planilla para el cálculo de los estados contables ajustados por inflación, conforme a las normas técnicas. Todavía no había nada igual en el mercado. Fui capacitado en su uso, de forma de ayudar en las demostraciones que hacíamos para la venta del producto.


La gente de nuestra oficina de Uruguay, donde también les aquejaba la inflación y se requería el ajuste contable, consideró que una presentación del innovador producto podría ser una excelente forma de atraer nuevos clientes para la firma. Por ello, organizó una visita mía a Montevideo con unas dos semanas de anticipación invitando a los Gerentes Generales y Controllers de varias empresas que eran sus targets desde hacía varios años.

Dos días antes del viaje me “pesqué” una gripe atroz con alta fiebre y un estado general desastroso. Hubo que llamar a cada uno de los directivos para disculparse y arreglar una nueva fecha. No fue una buena decisión. Algo sucedió con un vencimiento inesperado que las autoridades habían requerido y todo el mundo debía dedicarse a eso, por lo que hubo varias deserciones y se optó por llamar al resto y pasarlo para otra fecha, la definitiva. Se programaron dos presentaciones mías. Una a las 8y30 y la otra a las 14hs. Saqué pasaje como para llegar a las 20hs de la noche anterior, cenar e ir a descansar temprano de forma de estar “diez puntos” para el día siguiente.

El vuelo venía completo. El día estaba muy muy nublado, más que nublado, el cielo estaba totalmente  negro, el viento y los relámpagos anunciaban lo que estaba por venir. Despegamos, y lo que estaba por venir, vino. El avión se agitaba y movía frenéticamente.  Algo así como el movimiento del relato publicado en el blog en septiembre de 2015 “Desconocida conocida”, que les recomiendo leer si no lo hicieron antes. Por las ventanillas solo se veían las escalofriantes nubes y el relampagueo. El capitán no hablaba mientras pasaban los minutos y no se escuchaba el ansiado mensaje de que estuviéramos por aterrizar en Montevideo. Transcurrieron más de dos horas hasta que la anhelada voz del capitán resonó en una cabina que estaba muda. Comentó que debido al mal tiempo (ya nos habíamos dado cuenta de ello…), había intentado diversas rutas tratando de desviarse de la tormenta, pero que no lo había logrado, por lo que emprendía la vuelta a Buenos Aires, para reabastecerse y volver a intentarlo por otra ruta.
Allí fue que escuché el siguiente diálogo entre un pasajero y la azafata, que es toda una lección de pensamiento racional.
   Perdón, señorita. Como el vuelo se ha prolongado tanto, van a servir una cena?
   No señor. Como el vuelo estaba programado solo para 35 minutos, no traemos ninguna comida a bordo.
   Espero que la aerolínea no considere lo mismo para todo, ya que si solo tenemos combustible para media hora, porque el vuelo estaba programado solo para 35 minutos, mejor avisarle al capitán que llevamos acá arriba más de dos horas…

El avión aterrizó finalmente en Buenos Aires. Nos quedamos abordo mientras reabastecían. Hubo algunos pasajeros que se bajaron y seguramente dijeron “Mañana será otro día”. Yo no podía fallarles a los uruguayos, la charla era a primera hora de la mañana y ya se había suspendido demasiado. Me quedé. Algunas demoras más, supongo que esperando que milagrosamente se abriera una brecha en la negrura y tengamos un camino despejado. No sucedió, pero partimos igual con los restantes pasajeros que quedamos. 

Mientras tanto, en Montevideo, el socio de la firma uruguaya que había organizado todo estaba lógicamente desesperado. Mi vuelo no había llegado, ya era más de medianoche y no había posibilidad de suspender antes que los directivos de los potenciales clientes llegaran y se encuentren con que no tendrían su charla. Poco serio. Esos clientes “target” estarían tan enojados que necesitarían otros 20 años para que una nueva generación de directivos tome el mando para que se olviden de ese incidente. Se fue a dormir sin saber si el desastre se consumaría.


El nuevo vuelo llegó a Montevideo a eso de la 1 y 30 de la madrugada. Fui a dormir sin cenar.

Al día siguiente fui temprano a la oficina. El socio uruguayo me vio llegar como a un resucitado Lázaro. Las dos presentaciones se hicieron sin problemas y luego supe que se vendieron algunos ejemplares del software y se generaron los contactos para aspirar a futuras relaciones profesionales. Volví a casa con la sensación del deber cumplido.


La venta del software fue declinando con el tiempo. No estoy seguro si fue porque se acabó la inflación, o por la difusión generalizada del Excel.

miércoles, 13 de julio de 2016

¡CAFÉ….CAFÉ!


Tiempo atrás, para ser más precisos, en el relato “DURA LEX SED LEX” subido en el blog el 9 de junio de 2015 (los invito a leerlo), habíamos incluido una anécdota laboral que tomaba (valga la redundancia) situaciones referidas al café. No es de extrañar que vayan apareciendo muchas más considerando la muy cercana relación de los profesionales en ciencias económicas, siempre trabajando largas horas, en su ardua lucha con los vencimientos, a veces impuestos por las autoridades o comprometidos con los clientes, tratando de vencer al sueño y proveer un momento de paz entre tanto stress. Así que, a no extrañarse que aquí van dos o tres más. Seguramente tienen Ustedes varias más donde el café sea el protagonista, u otras muchas

anécdotas laborales que quieran compartir. Cuéntenmelas a mi mail daniel_kienigiel@yahoo.com y con gusto las incluiremos en próximas actualizaciones del blog.

1.- Cafeducto

Sucedió en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. Los meses de abril y mayo se trabajaban con exigencias extremas. Vencían además de las auditorias de los estados financieros anuales, una serie de informes tributarios detallados (Información tributaria complementaria), con más de una docena de anexos y procedimientos de auditoria obligatorios. En consecuencia, las horas se hacían interminables y el cansancio acumulado golpeaba duro.  Considerando esa situación, le solicitamos al socio a cargo que, como atenuante, designe a la señora que colaboraba durante el día con el orden y la limpieza, para venir unas horas a la madrugada a acercarnos algún café u otra cosa. Accedió al razonable pedido y la tuvimos desde esa noche. El asunto es que la señora se tomó (nuevamente, valga la redundancia) muy en serio su nueva responsabilidad y comenzó a acercarnos en forma ininterrumpida tazas grandes de café negro. Hacia toda su ronda, e inmediatamente comenzaba una nueva, llevándose las tazas vacías, reemplazándolas por una con el cafecito caliente. Una y otra vez. Era un auténtico cafeducto virtual en el que la boca nunca se secaba. Tomábamos 10 o 15 cafés por noche. Las consecuencias tal vez fueron buenas para el trabajo, pero creo que no pude dormir más de cinco horas en todos esos dos meses. Afortunadamente, la fecha de los vencimientos  llegó  y todo retornó a la normalidad, sea lo que ello signifique.

2.- Cafeteros “in extremis”

Siempre se ha dicho que ningún extremo es bueno. Estaba trabajando con mi equipo de auditoría en las cómodas oficinas de una empresa  multinacional. Solía entrar un carrito ofreciendo café, té, galletitas y algún sándwich. En el escaso lapso de una semana, conocimos el cielo y el infierno. Sabíamos que se había renovado la concesión de la cafetería de la empresa, por  lo que era de esperar un cambio en el “camarero” del carrito. El primer día apareció un camarero “cinco estrellas”. Vestido de punta en blanco, peinado chato a la gomina, recién afeitado, y con manos cuidadas como los de un pianista. “¿Qué desean los señores?” “¿Me permiten sugerirles una galleta que combina muy bien con su café?” o “¿Cómo prefiere endulzar su bebida”, salían de su boca, todo en un tono cordial y de quién se complace en realizar su trabajo. Duró dos días. Comentaron que se fue a trabajar al restaurante cinco tenedores de una cadena de hotel.  Lo reemplazó su antítesis. Entró sin golpear, desprolijo de vestimenta y de trato confianzudo. “¿Che, flaco, que te doy?”  o “Piba, aquí va un café de rechupete” eran parte de su léxico. Duró unas horas, hasta que le tocó ofrecer sus productos al Gerente General. Poco tiempo después pusieron máquinas expendedoras en cada piso, y el asunto quedó solucionado.

3.- Cucharitas mágicas 



En esa otra auditoría también tenían su propio carrito, servían el café en vasos de plástico descartables bastante altos. Desde mi escritorio escuchaba que la gente le pedía su café y dos cucharitas. Y lo escuchaba bastante a menudo. Muy extraño, ya que las cucharitas eran de madera y muy pequeñas, de las del tipo paletas que se sirven con los helados. Con una o dos cucharaditas se iban igual a incinerar los dedos del mismo modo, ya que por su reducido tamaño no llegaban para revolver el azúcar del fondo de los largos vasos. Finalmente, resolví el enigma cuando vi a un empleado que enfrentaba las dos cucharitas por su lado más ancho, y con su abrochadora  daba dos golpes precisos, armando así una sola cucharita del doble de tamaño, y sin mojarse los dedos como quién esto escribe.

sábado, 11 de junio de 2016

ELEGANTE ES MI SEGUNDO NOMBRE

En sus años de encargado de auditoría, cuando el  trabajo en el campo era, el trabajo en el campo, Carlos tuvo que viajar a Yacuiba (en el sur de Bolivia) en plena época de lluvias, en el año particularmente más lluvioso de la década (o tal vez de la última centuria, si es que hubiera registro de ello) y en el día seguramente más lluvioso del año. Por supuesto, los caminos estaban inundados y casi intransitables.
Partiendo de Yacuiba, se les dificultaba muchísimo a los auditores conseguir transporte a Tarija, desde donde el asistente debía volver a La Paz, y Carlos, como encargado, debía tomar su vuelo a Sucre para luego dirigirse a Potosí, donde tenía que reunirse con la gerencia de un nuevo cliente donde estaba por iniciar la auditoria.
Nada lograba desanimar a Carlos, y tras buscar una forma de movilizarse, consiguieron que el conductor de un bus maltrecho y destartalado, acepte como favor, llevarlos a Tarija en el pasillo del medio. Los dos auditores viajaron apoyándose espalda con espalda, sentados sobre la carga de otros pasajeros, a los saltos tratando, vanamente, de conciliar un poco el sueño. El viaje estaba complicado, en una carretera mojada y resbalosa y en plena lluvia torrencial. Durante la noche, los auditores despertaban para darse cuenta que el bus había parado debido a que se quedaba atorado en el fango y tenían que remover el equipaje para sacar las herramientas para lograr moverlo, desde adentro del fango y el agua.
Luego de un algo accidentado viaje de unas 16 horas, los auditores llegaron a la Terminal de Buses de Tarija. Cuando Carlos se acercó para recoger su equipaje, se llevó la desagradable sorpresa de encontrar a su maleta chorreando agua, ya que aparentemente con cada parada para sacar las herramientas, su maleta fue movida, quedando sumergida dentro del agua. Podría decirse que todo el contenido estaba flotando. Unos pececitos, y podría tener allí un acuario.
Eran las 6:30 a.m. y Carlos debía ir al aeropuerto para tomar su avión de las 10:30 de la mañana. Un auditor no se quebranta fácilmente. Por lo menos, no éste auditor.
En la plaza del aeropuerto, se acomodó en una banca y abrió su maleta, empezó a exprimir toda su ropa, la sacudió y extendió por toda la plaza, para que vaya secando alguito:  su traje, corbatas, camisas, ropa interior y en fin, todo lo que tenía.
Al fin en Potosí, a las 21:00 hs, pidió en el hotel una estufa (no tenían plancha ni otra alternativa para mejorar su apariencia para la importante reunión del día siguiente) para poder colgar cerca de ella y que sequen su chaqueta, una camisa, un calzoncillo, una corbata y un pantalón. Lamentablemente, la combinación de ropa muy húmeda y el calor de la estufa provocaron una reacción no deseada sobre sus escasas pertenencias de vestuario.
Hasta el día de hoy, el Gerente de Administración del cliente, recuerda verlo entrar a Carlos vestido con un terno que parecía haber sido utilizado por última vez en su ceremonia de primera comunión. Las mangas de la chaqueta le llegaban, a lo sumo, hasta el codo; la chaqueta llegaba solo hasta el inicio del ombligo, y los pantalones se habían encogido lo suficiente para ser un modelo pescador que dejaba al descubierto sus peludas piernas. Pese a todo eso, el cliente aún se mantiene como tal. Los méritos técnicos fueron superiores a un pequeño detalle de elegancia.


Anécdota aportada gentilmente por una colaboradora desde Bolivia


martes, 3 de mayo de 2016

NO MENTIRAS

Una de las características del trabajo de los auditores, es pedir el soporte documental que respalda las transacciones del cliente. Para ello, se requiere visualizar los comprobantes, lo que implica solicitárselos a la empresa, y devolvérselos intactos tan pronto terminamos de revisarlos. Eventualmente, o no tanto, el retorno no se hace el mismo día, y los comprobantes pueden llegar a quedarse “durmiendo” en la oficina de los auditores, especialmente en los casos en que por la magnitud del trabajo y del cliente, se les asigna una sala independiente con llave, como para garantizar la confidencialidad y la independencia. Este, era uno de esos casos.

Me desempeñaba como gerente de auditoría, y estaba trabajando en mi oficina en la firma, cuando a eso de las 10 de la mañana recibo una llamada telefónica de parte del  Jefe de Contaduría de un cliente multinacional donde precisamente teníamos oficina propia. La voz del funcionario sonaba como muy enojada.

—¡Esto es inaceptable, Daniel! —me increpaba muy molesto.

—¿Qué pasa? —pregunté muy preocupado.

—Son las 10 de la mañana y tu gente no ha llegado todavía al trabajo, y nosotros necesitamos  urgente unos comprobantes que les prestamos hace como una semana. ¡Es una vergüenza!

—Ahhha, ahora me acuerdo —comenté falsamente mientras me preguntaba cómo iba a justificar lo injustificable —Carlos me había pedido permiso para hoy, ya que tenía que hacer unos trámites para su título universitario, claro, hoy no viene.

 —¿Y qué pasa con Marta que tampoco se dignó en aparecer por aquí?


—¿Marta? Eeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeehhhhhhhhhhhhheeeeeee —Claro, Marta me llamó para avisar que iba a llegar un poco más tarde porque no se qué problema había tenido en la casa.

—¡No me importa lo que pasó, pero necesitamos los comprobantes de inmediato! —Vamos a forzar la puerta, no tengo otra alternativa. Ni siquiera está el practicante, Alberto, creo que se llama.

—Seguramente tuvo que quedarse en cama, ayer lo escuché tremendamente congestionado y resfriado —inventé en el momento.

—¡No me importan los problemas que extrañamente todo tu personal tuvo al mismo tiempo, pero necesito las cosas ya! —Este llamado es solo para que estés al tanto de que estoy con el cerrajero, y que luego de forzar la cerradura externa, vamos a forzar cada uno de los cajones de sus escritorios, hasta encontrar (enfatizando) NUESTROS documentos —me increpó ya casi fuera de sí mismo.

—¡Pero, no te enloquezcas! Cómo vas a romper todo. Marta, seguro llega en un ratito, y si no llega, me tomo personalmente un taxi y voy con mis llaves para allí.

—¡No puedo depender de eso, vamos a destruir las cerraduras, ya!

—¡Aguant{a un minuto, salgo ya mismo, cuelgo y salgo para ahí!

—No va a hacer falta. Escucha ésto:

—¡Que la inocencia te valga, Daniel! – me dicen en coro, muy divertidos Carlos, Marta y Alberto, quienes estaban escuchando toda la conversación, y la disfrutaban junto con el Jefe de Contaduría, en ese 28 de diciembre, Día de los Inocentes……

Reí, como si me hiciera gracia, con la risa más falsa que emergió alguna vez de mi boca, mientras imaginaba como estrangulaba tiernamente  a Carlos, Marta y Alberto y a su vez iniciaba el planeamiento de mi venganza del próximo 28D.

domingo, 10 de abril de 2016

CALORCITO

La auditoría a la que fui asignado en aquella oportunidad, implicaba viajar a una provincia del norte para realizar algunos procedimientos en una planta fabril. Transcurría el mes de enero. No sé si fue record de temperatura, o era algo esperable, pero cuando llegué, la marca térmica era de 43° a la sombra. Las oficinas de la planta no tenían aire acondicionado. Estaban organizadas en una sala grande sin divisiones, con varios escritorios casi “pegados” unos a otros, rodeados de varios ventiladores lógicamente encendidos a máxima velocidad. Piedras de diversos tamaños y orígenes, abrochadoras, perforadoras y otros elementos de cierto peso estaban colocados sobre los papeles con los que se estaba trabajando, para evitar su vuelo. De todos modos, y pese a las precauciones, cada tanto, algún papel rebelde salía volando por los aires, provocando que el o los empleados del otro lado del escritorio tuvieran que atraparlos en sus caprichosos vuelos. Luego venía el proceso de identificar la pertenencia del papel. Se gritaba en voz alta algún título o contenido, del tipo  “¿De quién es la factura por 800 cajas?”, o “¿Quién perdió un memorándum por la solicitud de compra de otro ventilador para Administración de ventas?” Una vez que cada papel volvía a su dueño original, la rutina del trabajo continuaba hasta el siguiente vuelo. Por más aire generado por los ventiladores, la temperatura era tan alta, que fue inevitable empapar los papeles de trabajo con nuestra propia transpiración mientras escribíamos (no se utilizaban personal computers por ese entonces), y la tinta se desplazaba haciéndolos casi ilegibles. La salida al mediodía para almorzar era una tortura, ya que el restaurante estaba a unas dos cuadras de las oficinas. El lógico postre de helado en cucurucho se derretía a una velocidad mucho mayor a las posibilidades humanas de lamerlos aceleradamente, lo que obligaba tomarlos en la posición y lugares adecuados para permitir el incesante goteo.



La noche no fue mejor. Mi habitación de hotel tenía aire acondicionado para aliviar los 38 o 39° nocturnos. El problema era que el vetusto aparato generaba un ruido traca “trac..a..traca” similar al que una locomotora a vapor circulara por el cuarto, lo que me obligaba a apagarlo. A los 5 minutos estaba totalmente empapado e imposibilitado de dormir. Prendía nuevamente el aire tratando de soportar el insoportable ruido. Misión imposible. Volvía a apagarlo, hasta transformar mi cama en una piscina.  En resumen, estuve toda la noche despierto, apagando y prendiendo robóticamente el aire cada 5 o 10 minutos.


Me levanté hecho un zombie, con la expectativa de irme ese día. Los hechos posteriores demostraron que debía postergar toda manifestación de alegría. Los papeles de trabajo resultaron tan ilegibles por la transpiración recibida, que tuve que rehacer gran parte de ellos, tratando de entender mi tergiversada propia letra, tarea nada fácil.


Tal vez, estos acalorados hechos reales sucedieron durante el mismo mes que los  narrados en un relato contable publicado anteriormente,  “Verano caliente”. Tal vez no.

sábado, 12 de marzo de 2016

¡PELIGRO DE DEFAULT!

El que todos estén hablando de “Fondos Buitre”, “Default o incumplimiento”, “Bancos acreedores”, etc, me trajo a la memoria una anécdota laboral que me tocó vivir en una dura negociación con entidades financieras del exterior.  La empresa estaba solicitando un préstamo de algunos millones de dólares para financiar un proyecto importante.  Las negociaciones habían durado unos meses, y ya se había llegado a acuerdos respecto a las principales cláusulas: monto del préstamo, plazo de repago, comisiones, tasas de interés que regirían, intereses punitorios, información periódica para presentarles, constitución de garantías, etc.  Se acercaba el momento de la firma. Como pendiente importante, solo faltaba establecer los “Events of default”, o “Hechos de incumplimiento”.  Se conocen así a los hechos que se establecen en el contrato de préstamo, de tal gravedad que, en caso de suceder, provocan la obligación de cancelar el saldo del préstamo todo junto y de inmediato, aunque falten años para su vencimiento final, y que uno venga pagando las cuotas acordadas. Llegó el día. Confiábamos que íbamos a recibir una lista razonable, considerando que la empresa era solvente y había otorgado garantías suficientes. Nos equivocamos.

La lista contenía 26 (sí, veintiséis) potenciales hechos de incumplimiento de todo tipo. Si el beneficiario del préstamo cambiaba de accionistas, si la inflación anual o la devaluación fueran mayores a cierto porcentual, si hubiera restricciones cambiarias, y así sucesivamente seguían las primeras 25 cláusulas. Pero lo más interesante se escondía en el Hecho de incumplimiento N°26. Decía algo así como: “Cualquier otro hecho pasado, presente o futuro, que esté, o no, bajo el control de la empresa, previsible o imprevisible que, a juicio del banco, pueda ser considerado un event of default (hecho de incumplimiento)”. Nos pusimos “como locos”. Ante esa ridícula y absurda cláusula, nos retiramos no sin antes decirles: ¿Para qué pusieron las primeras 25 cláusulas, si la cláusula 26 abarca la totalidad de las posibilidades del universo? Estarían incluidas la posibilidad de que un meteorito caiga justo en medio de nuestra empresa, que la tierra vuelva a la era del hielo, que la rotación de la tierra sea para el otro lado, que desaparezca el dólar y todas las otras monedas y se vuelva al trueque, que una nueva inundación cubriera el planeta y solo se salve una pareja de cada especie en un arca, o que un virus informático destruya todas las computadoras y celulares existentes, etc., etc.


Los del banco se llevaron el tema para discutir con su casa matriz. Finalmente recapacitaron, quitaron…. la cláusula 26, y mantuvieron las 25 primeras.

Durante los cinco años que duró el préstamo, afortunadamente no hubo hechos de incumplimiento, ni tampoco volvieron a aparecer los dinosaurios sobre la faz de la Tierra como en Jurassic Park, en cuyo caso, seguramente los banqueros sobrevivientes nos hubieran aplicado la cláusula más restrictiva.



El préstamo está totalmente pagado.  Ahora la empresa prefiere autofinanciarse.

lunes, 8 de febrero de 2016

VERANO CALIENTE


En ese tórrido, caluroso, húmedo y pegajoso verano, el destino hizo que me asignaran como encargado de una auditoria en un cliente, mediana empresa, que tenía la característica de contar en su administración, exclusivamente con mujeres.  La  Controller, la Jefa contable, la Tesorera, la Encargada de facturación y clientes, la de Compras, la Auxiliar, etc., todas damas de diversas edades.  Como espacio es lo que no sobraba, estaban ellas sentadas juntas con sus escritorios casi pegados uno al otro, sin mamparas, ni separaciones. Y en el medio de todas ellas, yo, mudándome cada día a otro escritorio que estuviera libre durante esa jornada, en función de la que había faltado, la que estaba de vacaciones, de parto, enferma, o simplemente ausente.  Siempre tenía  la sensación de ser el único hombre  sobreviviente que llegó nadando a una isla solo habitada por mujeres. A esta altura, muchos lectores probablemente estarán pensando “¡Qué envidia!”, pero estar solo rodeado por tantas damas, puede llegar a ser inquietante.  Para colmo de incomodidades, no había aire acondicionado y solo unos ventiladores trataban de dar un poco de vientito al ambiente.

Una de esas tardes especialmente calurosas, un gerente del estudio de auditoria  me pidió que suspendiera mi trabajo en el cliente por un rato y que me dirigiera inmediatamente a las oficinas céntricas, ya que había una reunión importante a la que consideraba que yo debía asistir. Era una orden y no pude resistirla. Cumplirla, implicó caminar unas seis cuadras bajo un solazo asesino, con unos 36°, hasta llegar a la estación del subterráneo, viajar hacinado hasta  el Centro, caminar otras cuadras hasta la oficina, mantener la reunión, que obviamente no era tan importante y que se podría haber celebrado totalmente sin mi presencia, y emprender la vuelta. . Todo ello, vestido por supuesto con mi “uniforme” de auditor (camisa, corbata y saco),

El retorno no fue mejor que la ida. La temperatura en Buenos Aires ya estaba cercana a los 38 grados, en el subte algunos 5 o 6 más. Las seis cuadras caminando desde la estación hasta la oficina del cliente me resultaron una caminata por el infierno. Estaba totalmente obnubilado, mareado y por supuesto empapado y más que acalorado.

Entré a la oficina, sin saber dónde estaba, ni quién era yo, o que hacía ahí. Solo la desesperación me daba órdenes internas. Llegué hasta el escritorio que estaba ocupando, totalmente pálido, sin mirar a todas las mujeres que levantaron la cabeza al verme pasar como una tromba y de las que ignoré su existencia en ese momento. Me quité el saco y lo arrojé sobre la mesa. Me aflojé la corbata y me la saqué como quién se quita la soga del cuello diez segundos antes de que el verdugo lo ahorque. Finalmente, me desabroché todos los botones de la camisa. Estaba en el acto de quitármela, cuando por primera vez desde que llegué, mis ojos se cruzaron con los de la azorada Controller.  Me dí cuenta de que no estaba solo. Todos los ojos femeninos de la Administración (o sea, todos los ojos, menos los mios) me estaban observando con una mezcla de espanto, miedo, sorpresa, disgusto, indignación y lástima. Ninguna con admiración. Lentamente, y como si no hubiera pasado nada anormal, volví a abrocharme la camisa y acomodarla dentro del pantalón y me coloqué nuevamente  la corbata emprolijando mi tradicional ”Nudo Windsor”..

La Jefa contable me relataba luego que me vieron entrar tan fuera de mí mismo, y tan desesperado por arrancarme la ropa, que ninguna se atrevió a detenerme, o decirme algo, por temor a la forma en que pudiera reaccionar. Pedí las disculpas del caso, y nunca más se mencionó el episodio delante de mi, aunque supongo que todas siguieron recordándolo durante décadas, cada vez que llegaba la época de la realización de la auditoría.



Nunca más volví por ahí. Tengo entendido que la recatada Controller exigió a partir de la auditoría siguiente, que si el estudio pretendía mantenerlos como clientes,  les mandaran  exclusivamente auditoras para realizar el trabajo.

miércoles, 27 de enero de 2016

DUELE QUE TE DUELE


Fueron unos días de trabajo intenso, abocados a una auditoría especial para la que había tenido que viajar a Lisboa como revisor de la asignación. Éramos solo el encargado de trabajo y yo para hacer todo el trabajo, una auditoría compleja, la necesidad de llegar rápidamente a conclusiones, horario extendido, el idioma, etc, todos factores que fueron creando un clima de bastante stress.

Esa mañana había sido el punto cumbre de la visita, la “closing meeting”, la reunión donde presentamos a la alta gerencia del cliente, las observaciones que habían surgido durante la auditoría, y que serían en definitiva las que determinen la calificación final.

Todo eso ya había terminado y nos fuimos los dos para el hotel, a preparar el equipaje, y con suerte a caminar un poco por allí, ya relajados luego del trabajo demandante. Nada malo podía ya suceder. Me equivoqué.

Comencé a sentirme mal. Un dolor que se inició como algo leve en el estómago y en la espalda baja, fue creciendo en volumen e intensidad en forma ininterrumpida. Transpiraba como en un sauna. El tormento me estaba partiendo en dos, o en cuatro.
  

Ya había tenido en otras oportunidades un cólico renal, y la forma en que el dolor me estaba destrozando, era un claro indicio de que iba en proceso de otro cólico. Si me estuvieran perforando con esos taladros que usan para romper el asfalto, me hubiera sentido mejor. El suplicio era tan insoportable que terminé cayéndome al piso.

Todo fue muy rápido.. mi compañero pensó que me estaba infartando...Yo trataba de no gritar... pero sentía que me desmayaba por el dolor. Se desesperó y llamó al Controller del cliente con quién nos habíamos reunido horas atrás. Entre la desesperación, los nervios, los gritos y el idioma, trató de indicar que teníamos una emergencia en el hotel, y necesitábamos asistencia. Intentó calmarme indicando que seguro ya vendría la ayuda. Yo seguía tendido en el piso, ahora sin poder disimular los gritos. Después de varios minutos, para mí una eternidad, sonaron fuertes golpes en nuestra puerta. Mi compañero Maxi, con alivio me dice "ahí llegaron". Todavía me quedaban algunas esperanzas de sobrevivir. Abrió la puerta y entró.

Entró. Era un bombero, con su clásico casco de ala ancha hacia atrás, su piloto grande  y botas. Un bombero, vestido de bombero. No podía decidir si morirme de una buena vez, o reír. Maxi, el bombero y yo, quedamos enmudecidos, paralizados en ese momento único, el mundo se detuvo por un instante y nos miramos mutuamente sin estar demasiado seguros sobre cuál debiera ser el próximo paso. Por mis gestos y gritos, el bombero entendió rápidamente que, en las circunstancias, un médico podría hacer un mejor trabajo. Nunca supe cómo se llegó a eso, si fue un problema de comprensión del mensaje, el idioma, los usos y costumbres, o lo que fuera. Lo único que se estaba incendiando era mi cuerpo por dentro.

Una ambulancia finalmente me rescató. Estuve internado unas horas y en reposo unos días. La piedrita bautizada como “the rock” fue expulsada y el asunto quedó en el recuerdo. He vuelto años después a este mismo cliente, y me recibieron como a una especie de Terminator que estaba de vuelta.

I am back. 
                                                                                   

Contribuyó gentilmente con la anécdota laboral: Miguel Timoteo