viernes, 23 de septiembre de 2016

PICANTES CONFESIONES


Nunca me caractericé por tener una resistencia marcada a la comida picante o muy condimentada. En realidad, debería admitir mi casi nulo aguante en relación a todo lo “hot”. Me refiero a comidas. Van algunos ejemplos.

La Paz, Bolivia                                                                            

Había llegado hace poco a La Paz. Antes de ir a la oficina, fui a almorzar a lo que parecía ser un buen restaurante local. Fui muy bien recibido. Ordené comida “tranquila”, algo bien liviano. El mozo trajo a la mesa unos platitos con algo para “matar el hambre” mientras esperaba la comida. Eran unas pequeñas tostadas, un platito con manteca, y un platito con una pasta roja no totalmente disuelta. En mi ingenuidad, e ignorancia sobre comida boliviana andina, asumí que se trataba de tomate con trocitos de cebolla. Unté generosamente una tostada y le di un buen mordiscón. De inmediato sentí toda mi boca arder, los labios y la lengua quemaban y mis ojos lagrimeaban. Me tomé toda la bebida que tenía en la mesa y tardé varios minutos en recomponerme y amainar el fuego.
Había comido “llajwa o llajua boliviana”, una rica salsa picante andina que allí acompaña casi todo plato tradicional, y no tradicional.   Se prepara con tomate, una ramita de hierba aromática como la quirquiña, y lo más importante, el locoto (ají picante rojo o amarillo, o chile, o ají pu… par.., según el lugar), que si se les deja las semillas al moler todos los ingredientes, es especialmente picante. Incluso hay un mito local que dice que si el cocinero insulta al locoto con palabras soeces al molerlo, la llajwa sale más picante. Sin duda, el que preparó la mía, la había maldecido contundentemente.



Recife, Brasil


Fui a trabajar por unos muy pocos días a Brasil. Era mucho lo que había que hacer y escaso el tiempo. Se hizo el mediodía y les pedí a la gente de la empresa que me trajeran alguna comida para ingerir allí en la oficina, mientras siguiera con mis tareas. Quisieron quedar bien conmigo, y me trajeron una cajita con sushi. Quedé completamente solo durante el horario de almuerzo, por lo que aproveché para abrir mi sushi. No tenía mayor experiencia con comida japonesa, y fui probando las distintas piezas que encontré bien sabrosas. Hasta ahí, todo bien.  La caja contenía, además de las piezas de sushi, una pelotita de crema verde. Asumí que esa pasta verde era palta pisada transformada en un exquisito guacamole. ¿Qué otra cosa podía ser? Como siempre el guacamole me ha parecido sabroso, tomé con tenedor una muy buena porción, y en contados segundos unos vapores ardientes subieron por mis conductos nasales, laringe, faringe y supongo cerebro también, haciéndome sentir que me incendiaba. El wasabi, condimento japonés extraído de un rábano picante, que de eso se trataba la pasta verde, hizo estragos en mi. Tomé lo poco que me quedaba de gaseosa, y salí desesperado por las oficinas a la búsqueda de más líquido.
Bebí restos de bebidas de otros escritorios, remanentes de tazas de café y probablemente el agua de algún florero. El sushi me sigue gustando, pero aprendí la lección y jamás volví a probar esa pasta verde que sirven en el plato. Como dice un antiguo dicho (¿japonés?) “El que se quemó una vez con la sopa, después sopla hasta la sandía”



Cochabamba, Bolivia

Y ya que hablamos de sopa, por último un recuerdo originado en un trabajo en una empresa grande en Cochabamba. Tenían comedor en la planta industrial, y el gerente general me invitó gentilmente a almorzar con él. Para mi espanto, solo servían comida tradicional boliviana, y no era cuestión que el argentino “flojazo” solicite régimen especial. El plato principal era sopa de maní, que como podrán imaginar a esta altura, era una comida picantona que se prepara con osobuco, papas, arvejas, zanahorias, maní, pimientos rojos y verdes, pimienta y algún otro ingrediente como para darle más sabor. Estaba charlando con el gerente cuando probé mi primera cucharada sopera, abundante, como para demostrar que no me achicaba el desafío. Quedé mudo, sin respiración, mi frente se inundó de sudor y de mis ojos brotaban incontenibles lágrimas. Mi rostro enrojeció y tuve que tranquilizar al gerente confirmado que no me pasaba nada, mientras para mis adentros me incineraba.


Claramente, lo mío, es el pollito hervido con puré de papa.

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