lunes, 8 de febrero de 2016

VERANO CALIENTE


En ese tórrido, caluroso, húmedo y pegajoso verano, el destino hizo que me asignaran como encargado de una auditoria en un cliente, mediana empresa, que tenía la característica de contar en su administración, exclusivamente con mujeres.  La  Controller, la Jefa contable, la Tesorera, la Encargada de facturación y clientes, la de Compras, la Auxiliar, etc., todas damas de diversas edades.  Como espacio es lo que no sobraba, estaban ellas sentadas juntas con sus escritorios casi pegados uno al otro, sin mamparas, ni separaciones. Y en el medio de todas ellas, yo, mudándome cada día a otro escritorio que estuviera libre durante esa jornada, en función de la que había faltado, la que estaba de vacaciones, de parto, enferma, o simplemente ausente.  Siempre tenía  la sensación de ser el único hombre  sobreviviente que llegó nadando a una isla solo habitada por mujeres. A esta altura, muchos lectores probablemente estarán pensando “¡Qué envidia!”, pero estar solo rodeado por tantas damas, puede llegar a ser inquietante.  Para colmo de incomodidades, no había aire acondicionado y solo unos ventiladores trataban de dar un poco de vientito al ambiente.

Una de esas tardes especialmente calurosas, un gerente del estudio de auditoria  me pidió que suspendiera mi trabajo en el cliente por un rato y que me dirigiera inmediatamente a las oficinas céntricas, ya que había una reunión importante a la que consideraba que yo debía asistir. Era una orden y no pude resistirla. Cumplirla, implicó caminar unas seis cuadras bajo un solazo asesino, con unos 36°, hasta llegar a la estación del subterráneo, viajar hacinado hasta  el Centro, caminar otras cuadras hasta la oficina, mantener la reunión, que obviamente no era tan importante y que se podría haber celebrado totalmente sin mi presencia, y emprender la vuelta. . Todo ello, vestido por supuesto con mi “uniforme” de auditor (camisa, corbata y saco),

El retorno no fue mejor que la ida. La temperatura en Buenos Aires ya estaba cercana a los 38 grados, en el subte algunos 5 o 6 más. Las seis cuadras caminando desde la estación hasta la oficina del cliente me resultaron una caminata por el infierno. Estaba totalmente obnubilado, mareado y por supuesto empapado y más que acalorado.

Entré a la oficina, sin saber dónde estaba, ni quién era yo, o que hacía ahí. Solo la desesperación me daba órdenes internas. Llegué hasta el escritorio que estaba ocupando, totalmente pálido, sin mirar a todas las mujeres que levantaron la cabeza al verme pasar como una tromba y de las que ignoré su existencia en ese momento. Me quité el saco y lo arrojé sobre la mesa. Me aflojé la corbata y me la saqué como quién se quita la soga del cuello diez segundos antes de que el verdugo lo ahorque. Finalmente, me desabroché todos los botones de la camisa. Estaba en el acto de quitármela, cuando por primera vez desde que llegué, mis ojos se cruzaron con los de la azorada Controller.  Me dí cuenta de que no estaba solo. Todos los ojos femeninos de la Administración (o sea, todos los ojos, menos los mios) me estaban observando con una mezcla de espanto, miedo, sorpresa, disgusto, indignación y lástima. Ninguna con admiración. Lentamente, y como si no hubiera pasado nada anormal, volví a abrocharme la camisa y acomodarla dentro del pantalón y me coloqué nuevamente  la corbata emprolijando mi tradicional ”Nudo Windsor”..

La Jefa contable me relataba luego que me vieron entrar tan fuera de mí mismo, y tan desesperado por arrancarme la ropa, que ninguna se atrevió a detenerme, o decirme algo, por temor a la forma en que pudiera reaccionar. Pedí las disculpas del caso, y nunca más se mencionó el episodio delante de mi, aunque supongo que todas siguieron recordándolo durante décadas, cada vez que llegaba la época de la realización de la auditoría.



Nunca más volví por ahí. Tengo entendido que la recatada Controller exigió a partir de la auditoría siguiente, que si el estudio pretendía mantenerlos como clientes,  les mandaran  exclusivamente auditoras para realizar el trabajo.