No recuerdo el año exacto,
pero ubicaría los hechos en 1986, 1987. Fui designado para una capacitación de
unos días en Londres. Mi primer viaje a Londres. Fui a Europa unos
días antes y estuve por mi cuenta en Holanda y Bélgica. Y desde Bélgica crucé
el canal en un gran ferry. Aún faltaban
unos años para inaugurar el Eurotunel (1994).
Al llegar a Dover debía
lógicamente pasar por Migraciones. Argentina no había reanudado aún sus
relaciones diplomáticas con Inglaterra (lo que sucedería en 1990) y la visa de
visitante para mi pasaporte argentino, fue gestionada a través de la
embajada de Suiza. El conflicto por Malvinas estaba aún fresco en algunas
memorias, por lo menos eso parecía suceder con algunos funcionarios con los que
me tocó interactuar.
-Pasaporte.
-Aquí está.
-¿De Argentina?
-Así es.
-Tiene visa?
-Tengo.
-Largo viaje para llegar
aquí.
-Más o menos.
-Tiene algo importante para
hacer por acá?
-Si. Un curso.
Y así unos 10 minutos de preguntas
y respuestas. Finalmente, y algo contrariado, me selló el pasaporte y me dejó
pasar. Pero todavía no había ingresado realmente a Inglaterra.
Antes de abordar el tren que
me llevaría a Victoria Station en Londres, debía pasar por Aduana. Crucé por la
entrada de “Nada a declarar”, como pasaba de hecho todo el mundo. Había
pasajeros que estaban en total estado de ebriedad, o con evidencias de haber ingerido algo más
fuerte, punks, mochileros y muchos más, adivinen quién fue la única persona a
la que pararon a registrar con un “Sir…sir…yes…you”, (mientras el inspector me hacía el
clásico gesto con el dedito para que me acercara). Me preguntó si podía entenderlo, y si era
consciente de que había pasado por “Nada a declarar”, le dije que si a ambas preguntas. Entonces, voy a proceder,
concluyó secamente. Y procedió.
Comenzó por abrir
completamente mi valija y vació sobre una gran y larga mesa la totalidad del
contenido.Todo. Constató que no hubiera “doble fondo”, ni doble costados, ni nada
escondido en algún milímetro cuadrado de toda su estructura, y allí se inició
un animado diálogo. El inspector mientras iba controlando cada prenda antes de
volver a guardarla, hacía sus preguntas, sin mirarme, como si estuviera
hablando para sí mismo, pero esperando una respuesta convincente de mi lado, o
tal vez esperando que cometiera algún error. Cada camisa, pullover, pantalón o
prenda íntima fue revisada en forma individual, pantuflas, zapatos, medias,
dentífrico, nada escapaba a su control, mientras las preguntas ya llegaban hasta
las cuestiones más nimias que hacían a mi viaje. Debo admitir que el
funcionario era un auténtico “lord inglés” en su modos amables de preguntarme,
y sobre todo en la forma de ordenarme el equipaje. Cada prenda fue
adecuadamente doblada y puesta de modo eficiente en la valija; el contenido que
luego de mi armado tenía la forma de una “campana de gauss”, era ahora gracias
a la intervención de mi insistente revisor y preguntador británico, de una
envidiable prolijidad lineal, ordenada, nada sobraba ni faltaba, todo estaba en
su inmejorable lugar. De hecho jamás logré reproducir algo así en ninguno de
mis preparativos de viaje posteriores.
Pero ya habían transcurrido
más de 30 minutos desde que había comenzado mi interrogatorio y revisión. El
primer tren a Victoria Station ya se había llenado y partido, y el segundo y
último tren estaba completo, esperando………………me. El inmenso galpón estaba vacío,
excepto por nosotros dos, pasajero e inspector, que aún seguíamos en pleno proceso aduanero.
Un oficial se acercó a mi
inspector y le susurró algunas frases al oído. Probablemente algo así como “Si
no hay sospechas específicas, terminá y largalo que está el tren completo y
esperando a que suba éste pasajero y se vayan de una vez por todas. Las
palabras surtieron efecto. Terminó de guardar (adecuadamente) lo que quedaba y
cerró la valija sin nada de esfuerzo (yo había tenido que sentarme encima la
noche anterior para lograrlo). Pero quedaba un detalle. Tenía puesta una campera de cuero. La mira y
me pregunta: “¿Lleva algo allí?”. Yo estaba un poco cansado de la revisión. Me
la quité y la arrojé sobre la mesa “Verifíquelo usted mismo”. Con un gesto
denegatorio y empujándola hacia mí me
trata de convencer con un “Si usted me dice que no lleva nada, no
necesito verla”. “¡Pasé por Nada por declarar y hace media hora que me
inspecciona, ahora revísela!”, dije mientras se la volví a acercar. Y allí
comenzó una escena digna de los Hermanos Marx. Yo le movía la campera hacia su
lado de la mesa, y él la corría devolviéndomela hacia el mío. Luego de unas
cuatro o cinco idas y vueltas, finalmente la recogí, saludé y me dirigí al
tren, donde los lógicamente impacientes pasajeros farfullaron algunas cosas que
no entendí bien pero que pude imaginar.
No fue lo único especial que me sucedió
en esa estadía en Londres.