miércoles, 21 de diciembre de 2016

UN CINCO HABILIDOSO

El partido estaba interrumpiendo una de sus interminables jornadas laborales del cierre mensual, esos días en que no se despega de su computadora, que por horas y horas se abstraía de toda realidad buscando ese claro objetivo: que los números cierren (por algo se llama “cierre mensual”). Si por él fuera no estaría en ese vestuario (el último que había visitado convencido en querer pasar por esa experiencia deportiva había sido quince años atrás), pero le habían insistido mucho (o lo suficiente) como para aceptar. El torneo interno. El orgullo de Administración, de Finanzas y de Recursos Humanos (que compartían equipo) en juego. No los unía el amor, sino el simple hecho de que había muchas mujeres en esos sectores y les costaba llegar a los siete que necesitaban para el partido. “¿Por qué no proponen que se juegue en cancha de cinco?”, había sugerido Abel. Pero las reglas no las iban a imponer ellos, menos con el pretexto de no llegar al número mínimo de jugadores.

Conocedor de su deficiente estado físico, apenas dio el “si” comenzó a ir al pequeño gimnasio del edificio donde vivía. En la terraza, en un rectángulo definido por vidrios y espejos, una bicicleta fija, una cinta para correr y unas pesas conforman el espacio deportivo del inmueble. Se había propuesto hacer, día por medio, unos minutos de cinta, pero su motivación por el deporte solo lo hizo ir un par de veces. Los dolores de espalda tampoco colaboraban con la causa.


Ya no había marcha atrás, estaba a minutos del debut. Luego de las medias, se puso las zapatillas. Brillaban. Se había comprado el calzado ideal para el césped sintético en el que la práctica deportiva se desarrollaría. El pantaloncito era la prenda más ajustada al cuerpo, es que los kilos que había recolectado en los últimos años se le habían concentrado entre la cintura y las rodillas. Se paró, luego de estar inclinado con la cabeza hacia abajo, preparando medias y botines, y se le puso la vista algo oscura. Con un pequeño giro de su cabeza hizo sonar el cuello, echó la cabeza hacia atrás, forzando un poco su columna, y el resultado fue el crujir de las cervicales. Se sentía un tanto oxidado. Caminó hasta la cancha, unos saltitos en el lugar y alguna elongación. Estaba listo.

Su aspiración era ser el cinco del equipo (puesto de mucho trajín), pero su realismo lo condicionó y pidió jugar abajo, siempre tuvo la creencia que los defensores corrían menos. Tampoco confiaba en sus olvidadas habilidades futbolísticas, no estaba como para proponerse de volante de creación.

Comenzó el partido y en los primeros minutos no logró identificar a ningún jugador que se destaque. “Por suerte, parejito…”, pensó, “somos una comunidad laboral homogénea: todos unos pataduras de alta pureza”. De acuerdo al plan, las primeras pelotas que se le acercaron terminaron en la cancha aledaña de los firmes puntinazos aplicados por Abel. Avanzaba el primer tiempo y ganaba seguridad en la posición, incluso en una jugada tuvo que acelerar la marcha para cruzar a un rival que atacaba en diagonal en forma peligrosa. Y llegó. Claro que la pelota terminó afuera de la cancha, tampoco estaba para un quite limpio y salir jugando. Del choque de hombros, el contrario, un muchachito veinteañero, quedó desparramado en el piso. Buenas sensaciones. Terminó la primera parte ahogado y agrandado, en el entretiempo hasta se animó a dar algunas indicaciones a sus compañeros sin prestar atención a que sus fuerzas estaban a punto de sucumbir. Cuando entró nuevamente en la cancha sentía las piernas enyesadas, se habían enfriado y agarrotado. Cinco minutos del complemento y el muchachito, fresco como una lechuga, nuevamente encaró en velocidad. Abel se aprestó para volver a destacarse con un cruce, pero esta vez llegó un poco tarde.
Pisó la pelota en el intento de despeje y se pegó un porrazo memorable. Las piernas se levantaron y cayó seco, de espalda, derecho al suelo, con golpe en la nuca incluido. Partido suspendido y él al hospital.

El médico de guardia le recetó analgésicos desinflamatorios y reposo. Lo mandó al traumatólogo y le adelantó que necesitaba kinesiología y, por cómo lo veía, tenía que cambiar su postura corporal. “Muy probablemente deba hacer RPG”. La recomendación era no trabajar, pero cuando Abel le explicó de sus importantes y urgentes responsabilidades, le advirtió que trabaje en un espacio ergonométrico: con una silla adecuada, que tenga apoyabrazos y apoya cabeza, que sea cómoda; que la pantalla esté elevada, a la altura de los ojos; teclado grande. “Okey, okey, okey”, fue la respuesta de Abel que tomó la receta y se fue, derrotado en cuerpo y alma, a su casa. La noche fue terrible, los calmantes lo dejaron descansar solo de a ratos. Al día siguiente lo esperaba el último día de cierre, debía terminar todos sus balances y reportes.
           
A la mañana, cuando llegó a la oficina, debió soportar estoicamente las preguntas de quienes lo veían entrar estrenando su cuello ortopédico. No sabía qué era lo que más le molestaba: si la preocupación, algo fingida, de algunas compañeras o la explicación técnica de cómo debía proceder en el próximo cruce defensivo por parte de sus compañeros. Esos diálogos le molestaron de sobremanera, aunque lo que le dolió (como volver a caerse) fue la detallada descripción que hizo el tesorero, arquero medio pelo del día anterior, de su fallido intento de despeje: trote duro y forzado, torpe pisada de pelota, desagraciado movimiento de huesos y carnes en el aire, choque corporal contra el césped sintético, ruido a bolsa de papas y posteriores gritos de dolor en medio de un preocupado silencio por la salud del rígido defensor central. Aunque fueron minutos, para Abel fue como la larga ceremonia de un pelotón de fusilamiento a su orgullo.

Tenía el presentimiento que lo peor todavía no había pasado.
           

Este relato ha sido aportado gentilmente por Gaston Raffo