jueves, 21 de diciembre de 2017

¡WELCOME TO ENGLAND! – PART III – PALABRITAS MAGICAS


Si bien no es imprescindible para ponerlos en antecedentes, recomiendo leer los relatos  ¡WELCOME TO ENGLAND! PART I and II, que aparecieron en el blog en Octubre y Septiembre  (están a la derecha abajo de la página). Un mini resumen indicaría que se trataba de un viaje ocurrido por 1986 ó 1987 para una capacitación laboral en Londres. La llegada había sido un poco accidentada por alguna situación complicada en la Aduana, que leída hoy seguro resulta muy graciosa, pero que en ese momento fue algo tensa. En la PART II se incluía otro momento desafortunado en el intento de ingresar a un pub exclusivamente de punks y un pequeño altercado con el inmenso “bouncer” que custodiaba el lugar de la presencia de indeseables, categoría en la que yo entraba. Tal como les anticipaba en esos relatos, esas no fueron las únicas situaciones especiales que me sucedieron durante esa muy breve estadía.

El curso que había motivado mi viaje se desarrollaba en las afueras de la ciudad en jornada completa. Me pareció un buen programa, tan pronto finalizó la capacitación del día, abordar el tren a Londres y luego el metro para visitar la espectacular e histórica Abadía de Westminster. Sabía que tendría poco tiempo antes de que cerraran. Corrí y llegué con el margen justo como para entrar y sacar mi ticket, o eso creía. Al intentar ingresar, un sacerdote se me interpuso (en una situación parecida, pero no similar a la del “bouncer” del pub de la PART II), y amablemente me indicó que el horario para visitantes estaba terminando por lo que ya no vendían tickets y debería regresar más temprano otro día. Frustrado, regresé al hotel.


Solo me quedaba una oportunidad. En el día final de la capacitación, la jornada terminaba  un poco antes. Al día siguiente volvía a Buenos Aires. Con suerte iba a poder llegar a tiempo. Salí del curso más rápido que Flash, el tren y el metro colaboraron y sabía que esa vez lo lograría. O casi. Al acercarme a la abadía pude observar una muy larga fila de automóviles Rolls Royce negros, una alfombra roja llegando a la calle y un sacerdote muy engalanado (tal vez era el mismo que pocos días atrás me había bloqueado la entrada) saludando con reverencias a los que iban descendiendo de los autos, todos ellos vestidos de gala para la ocasión. ¿La ocasión? Aparentemente alguna ceremonia religiosa para que asistieran los miembros de la “high society” inglesa. Estaba tan fuera de lugar como cuando intenté entrar al pub de los punks. Ya no iba a poder conocer ese ícono de Londres. Pero algo sucedió.

Mientras me agolpaba en las afueras de la abadía, junto con muchos otros curiosos, observé que un “civil”, vestido de “civil”, se dirigió hacia la entrada. Lo detuvieron, pero lo escuché decir: “For the service”, tras lo cual, le permitieron ingresar. Unos minutos más tarde, otro civil se desprendió de los curiosos, lo frenaron, pronunció las palabras mágicas “For the service”, y lo dejaron avanzar al interior. Ignoraba y hoy sigo ignorando los motivos por lo que una ceremonia aparentemente reservada a la aristocracia, se abría a la “gente de a pié” que conociera las palabras adecuadas. Era mi chance, la única. Guardé mi camarita fotográfica en el bolsillo, aparté a algunos nativos, y me dirigí resuelto con mi corazón palpitando con redobles de tamboriles hacia el sacerdote bloqueador. Puso gentilmente su palma abierta sobre mi pecho e hizo un gesto de negativa con su cabeza, transmitiendo telepáticamente algo así como “I am sorry, pero nadie te invitó a esta ceremonia”. No me amilané, y le dije clara y lentamente, abriendo la boca, como para que no existieran dudas, los tres vocablos del santo y seña “For the service”. Su rostro cambió, registrándose algo calificable como una leve sonrisa, su mano barrera bajó y la extendió señalando la entrada, lo que interpreté como gesto suficiente para ingresar.

Todavía sin estar seguro si estaba haciendo lo correcto, o si por pasaría la noche en un calabozo (los de la London Tower no son muy recomendables para los impresionables), ingresé a paso firme antes de que se arrepintieran. Tan solo entrar (o intentarlo), un amable e inmenso hombrachón vestido de gala y con sombrero de copa me consultó “¿Sir?”. Mi obvia respuesta fue “For the service”, a lo que recibí un. “Please, follow me”. Y le hice el “follow” a mi guía, quién me indicó un largo banco, delante de todo, con vista directa y cercana al Cardenal (u Obispo, no se diferenciar los rangos eclesiásticos) que oficiaba, al lado de los otros “civiles” que me habían precedido, y frente a toda la aristocracia londinense que estaba sentada en unos inmensos sillones de madera labrada. Me proporcionó también una hoja plastificada con las oraciones, indicándome con su dedo por donde iban.


Mi visita a Westminster transcurrió desde el banco de la abadía, mirando disimuladamente hacia todos lados tratando de absorber algo de la grandeza del lugar. No fue lo ideal como tour pero, al menos, pude verla desde adentro. Recuerdo algunas miradas de reproche de algunos fieles por curiosear todo, menos la hoja plastificada.


Y tal como nos contaban de niños, unas palabras mágicas pueden llegar a abrir puertas inesperadas. 

viernes, 17 de noviembre de 2017

Mi monjita alemana


Relato aportado gentilmente por Hernán Huergo
 “Cuidado con La Paz. No sé por qué, pero todos se vuelven locos con la altura.”
Este consejo me lo daba, hace ya muchos años, el Mandamás de la oficina donde yo trabajaba, en Buenos Aires. La sonrisa que acompañaba el mensaje invitaba a que yo hiciera alguna pregunta, que no hice. Era una época en que el stress maniataba por demás mi lengua, más allá de la curiosidad que provocaban esas palabras.

Así que cada viaje que hacía a Bolivia, mes tras mes, cada vez que cada martes cerca de las ocho de la noche ponía mis pies en el aeropuerto del Alto, cuatro mil cien metros de altura, las palabras de Eliseo reaparecían en mi recuerdo. Ya desembarcado en el hotel y llegado al cuarto, el dolor de cabeza pasaba de incipiente a presente y a duras penas me permitía disfrutar de la cena mínima. Luego tomaba la sorojchi pill de refuerzo que resultaba igual de inútil que la primera, para terminar en la cama a las diez de la noche, con la esperanza de que esa noche pudiera dormir como la gente. A las cuatro de la mañana, con una sorojchi pill, con dos, con ninguna, con comida liviana, comida normal o sin comer, dejando la ventana entreabierta, o cerrada o abierta de par en par, no importaba lo que hiciera, me despertaba un dolor de cabeza feroz, después del cual era inútil cualquier cosa. Eran las cinco, las seis, las siete y las ocho y el dolor seguía. Me era imposible no pensar en la máxima del Mandamás, “todos se vuelven locos con la altura”.

Como a las nueve llegaba al Banco Central, donde estaba el grupo de consultoría. Prefería las escaleras, a pesar de mis escasas fuerzas a tres mil seiscientos metros. Llegaba casi expirando al octavo piso. Me encontraba con los consultores, también argentinos, que me recibían con agasajos y simpatías. Pero el momento más importante era el saludo de Rosario, la secretaria paceña. Lo que importaba era lo que traía en la mano extendida. “Acá tiene su trimate, ingeniero”. Entonces se producía el principio del milagro. No pasaban cinco minutos de haber tomado algunos tragos y me daba cuenta del sol que iluminaba la mañana de La Paz. El dolor de cabeza empezaba a retroceder, aleluya. Como a las once de la mañana, aleluya dos, se producía el alboroto en el piso y todos, los veintitantos argentinos más los lugareños, dejaban lo que estuviera haciendo para comer las salteñas, como llaman en Bolivia a las empanadas, cuyo recuerdo permanece con júbilo en mis papilas después de tantos años. El dolor de cabeza retrocedía un poco más y seguía retrocediendo a la hora del almuerzo, para terminar de desaparecer como a las once de la noche. Era la hora de jugar al ajedrez con otros fanáticos, argentinos y bolivianos. El golpe de gracia contra el maldito dolor de cabeza era el ron con coca cola, aleluya tres. Y a partir de allí era el placer de disfrutar de todo, el dolor de cabeza nunca más volvería en ese viaje y sería un lejano recuerdo los sábados por la mañana, cuando casi al trote me dirigía al avión que me llevaría de regreso a Buenos Aires.

Pero el viaje que es el motivo de este relato fue distinto. Cuando el avión salió de Buenos Aires no me imaginé que la pequeña molestia que tenía en el interior de mi nariz, del lado derecho, se convertiría en lo que se convirtió.

Cuando me miré al espejo en el cuarto del hotel no lo podía creer: un forúnculo. La nariz estaba ya impresentable y la molestia era tal que me hacía ignorar el espantoso dolor de cabeza de siempre. Al día siguiente, cuando subía a duras penas las escaleras del Banco Central, los latidos de la cefalea parecían encontrar sus émulos en los inconfundibles latidos del forúnculo, cada vez más inmenso.


Saludé a todos, tratando de mirarlos desde el lado de mi cara. Mi aspecto era patético, según pude comprobarlo en las caras de lástima de los que podían mirarme sin desviar la mirada. “Acá tiene su trimate, ingeniero”, me dijo Rosario, como si nada, y no me sentí tan mal.

Sobreviví a las penurias del día, que incluyeron reuniones con funcionarios importantes, yo con mi mano derecha ocultando algo la deformación inocultable. Creo que todos prestaban más atención a mi nariz que a cualquier otra cosa. Por la tarde, en la visita habitual a nuestra oficina en La Paz, mi aspecto era desolador y espantoso. Pero todavía peor era la molestia que sentía.  

Lo encontré a Fabián, que no debe saberlo, pero quizás me salvó la vida. La conversación fue directa al grano. “Hernán. Te vas directo a mi médico, Fernández. Lo ves de parte mía, te va a atender sin duda porque ya le aviso que vas. ¿No sabías que aquí en La Paz, si traés un forúnculo de Buenos Aires, se convierte en algo imparable? Ojo, andate ya mismo a ver al médico y hacé lo que te diga”.  

Así que partí en seguida en un taxi al centro médico y Fernández, hombre prolijo, meticuloso y con bigote importante me atendió al instante. Me sentó en la camilla, me miró unos segundos y fue al escritorio, a buscar algo. Volvió con una cartilla, que colgó de un clavo en la pared cercana frente a mí. Era una gran nariz dibujada de costado, que mostraba el interior, arterias y vasos, el cerebro y otras cosas parecidas. “Esto se llama el triángulo de la muerte”, empezó a decirme, señalando con el puntero que también había traído, como si yo fuera un alumno de su clase de facultad. “Cualquier infección importante que usted tenga en la nariz, se puede transmitir por estos vasos hasta los senos cavernosos y desatar cuadros de total gravedad”.  

Yo no necesitaba ninguna palabra más para estar convencido de que mi caso era de vida o muerte pero él consideró que tenía que seguir la explicación. Apuntaba con el puntero partes de la cartilla mientras decía: “Estos son los senos cavernosos, situados entre el esfenoides y la duramadre, ésta es la yugular…”.

Bueno, cuándo va a terminar este hombre, me estoy muriendo, pensaba yo. “La arteria carótida, los nervios troclear, el trigémino…”, continuaba Fernández y yo ya estaba volviéndome loco. “Todos se vuelven locos con la altura”, recordé una vez más.

Por fin la clase doctoral terminó. Fue cuando me dijo, con voz grave y ceremoniosa. “Pero su caso, en vez de terminar en la muerte, como hubiera ocurrido si no hubiera venido a verme hoy mismo, tiene salvación”. Y aparecieron en sus manos como por arte de magia cuatro ampollas para inyección. “Este es el antibiótico que le salvará la vida. Va por vía intramuscular. Toda la medida, los cuatro días, sí o sí. Es una solución muy densa, mejor diluirla con agua destilada. Si quiere le aplico la primera inyección ya mismo”. Le dije volando que sí, por supuesto. Nunca fui fácil para las inyecciones pero estoy seguro que Fernández era de lo peor. El dolor fue impresionante. Salí cojeando del consultorio, dolorido pero feliz de haber salvado la vida. Eran las ocho de la noche.

El efecto fue inmediato y me pareció milagroso. Para las once de la noche podía mirarme en el espejo del baño sin asustarme. A la mañana siguiente subía las escaleras del Banco Central y apenas sentía los latidos. Por la tarde me fui al centro médico a que me dieran la segunda inyección, aunque para mí era evidente que el forúnculo ya se batía en retirada. Otra vez sobreviví a la penuria de la inyección, esta vez puesta por una enfermera, casi tan dolorosa como la del primer día.

Así llegué al tercer día. Era una tarde de sol de invierno de La Paz. No tenía demasiadas ganas de darme la inyección, no quedaba nada del forúnculo, sólo el recuerdo. Pero las palabras del médico habían sido claras: “los cuatro días, sí o sí”. Salí del hotel y caminé unas cuadras hasta llegar a una farmacia. “¿Aplican aquí inyecciones?”, pregunté. “No hoy”, me contesté el andino, “pero pruebe en el convento de las monjitas alemanas, allí suelen aplicar”.

Me sorprendí por la respuesta, no la esperaba. Era incapaz de imaginarme una monjita alemana aplicándome una inyección. Aprendí con esmero las instrucciones para llegar al convento, que quedaba a un par de cuadras del lugar. Así llegué hasta algo que no me pareció un convento, palabra que tengo asociada a paredes altas y grises, ventanas pequeñas, varios pisos, alguna torre y alguna cruz. Se trataba en cambio de un chalet más bien rústico, de una planta, donde predominaba la madera y me era difícil encontrar símbolos que demostraran que el lugar era un convento. Avancé hacia el porche. Ya en él busqué el timbre, sin encontrarlo. Un bajo relieve de la virgen y el niño adornaba un nicho, junto a la puerta, que estaba abierta. Miré hacia adentro sin percibir demasiado. La luz de las tres de la tarde parecía no atreverse a entrar al convento.

Antes de irme decidí recurrir a las palmadas, los aplausos. “¿Hay alguien?”, dije con voz apenas por arriba de mi tono normal. Ya estaba decidido a irme cuando vi una sombra en el interior de la casa, que avanzaba hacia mí. Yo mido un metro setenta y tres y lo primero que noté fue que la sombra era portentosa y por cierto más alta que yo.

Toda imaginación mía de lo que podría llegar a ser la monjita alemana que me diera la inyección se encontró con tal realidad. Supongo que mediría metro ochenta y cinco, aunque en ese momento me pareció todavía más. La cara tosca, los rasgos impiadosos,  el  color cetrino de la piel y la mirada ladina, era lo único que se veía de la monja, por lo demás ocultada por un generoso hábito que cubría la poderosa humanidad. “Buenas tardes “, dijo ella, y creo recordar que fueron las únicas palabras que dijo en español. Le expliqué que buscaba quién me diera una inyección mientras le mostraba la ampolla que traía en mi mano. Tenía la esperanza de que me dijera, como el farmacéutico andino, “No hoy”. Pero ella, me contestó algo en algún idioma y se dio media vuelta internándose en la penumbra de la casa. Interpreté que debía seguirla. Me costó un tanto ir tras ella porque íbamos de penumbra en penumbra, atravesando pasillos. Tuve la esperanza, que no me pareció para nada pecaminosa, de que me llevaría hasta alguna monjita alemana de aspecto menos intimidatorio, quizás con piel tierna del color del pan y sonrisa angelical. De pronto se detuvo ante una puerta, la abrió y, en forma imprevista, me invitó a pasar primero. Entré.


Era un baño grande y antiguo. La ventana era pequeña pero lo iluminaba bien. La monja entró detrás de mí y me pidió, con gestos, la ampolla. Sin decir una palabra preparó la jeringa y luego me miró, ya lista ella. Aunque no dijo una palabra su actitud era evidente. Era mi turno. No había camilla ni nada, ni siquiera un banco. He tenido primeras veces azarosas en otras cosas pero creo que no recuerdo otra primera vez igual.

Al fin me decidí e hice el gesto. Dirigí mi mano hacia el cinturón y lo desprendí. La monja, seria e imperturbable, siguió mirando y esperando. No recuerdo cuáles fueron los gestos o las palabras ni el idioma que me condujeron segundos después a esperar la inyección con mi pie derecho apoyado en el borde del bidet y mi cuerpo doblado por la cintura e inclinado hacia delante. El dolor que siguió en la nalga derecha fue brutal. A diferencia de la tortura sufrida a manos de Fernández, esta vez el pinchazo parecía no terminar nunca, el dolor se convertía en eterno. Entonces escuché las palabras y bufidos de la monja. El intento había fallado. Me sacó la aguja, y sin dejar de mascullar su rosario intraducible, estudió el contenido de la jeringa y, con movimientos rápidos, pasó a mezclar con agua de la canilla la solución. Por supuesto ni se me ocurrió preguntarle si era agua destilada. Terminada la operación otra vez me demandó con gestos y miradas que volviera a la posición de la ejecución. Esta vez presenté la nalga izquierda, donde me aplicó la inyección hasta la última gota, mientras que yo ahogaba como podía los gritos que querían salir de mí.


Llegué al hotel después de media hora. Cada paso que caminaba era una tortura, dejaba salir cada tanto los alaridos del dolor. Esa fue la tercera y última inyección que me di en aquel viaje a Bolivia. La cuarta la tiré al tacho de basura de mi cuarto de hotel. Estaba listo para la muerte, cualquier cosa menos volver al convento de las monjitas alemanas.

viernes, 13 de octubre de 2017

¡WELCOME TO ENGLAND! – PART II

Si bien no es imprescindible, para ponerlos en antecedentes, recomiendo leer primero el relato ¡WELCOME TO ENGLAND!, que apareció en el blog el mes anterior. Un mini resumen indicaría que se trataba de un viaje ocurrido por 1986 ó 1987 para una capacitación laboral en Londres. La llegada había sido un poco accidentada por alguna situación en la Aduana, que leída hoy seguro resulta muy graciosa, pero que en ese momento fue algo tensa. El desarrollo de esos hechos se encuentra en el relato antes mencionado. Tal como les anticipaba en esa anécdota, no fue lo único especial que me sucedió durante esa estadía en Londres.

Junto a los otros dos gerentes rioplatenses que íbamos a participar en la capacitación a partir del día siguiente, salimos a cenar esa noche. Somos latinos y no queríamos ir luego directamente al hotel a dormir, por lo que decidimos salir a caminar. Buscábamos algún pub que fuera especial e interesante. Y lo encontramos.

Estaba en una esquina. Por un lado había unos ventanales inmensos, y una puerta secundaria, todo totalmente vidriado que permitía ver el interior, y por la otra vereda, lo que sería la puerta principal. Estábamos parados enfrente, y el espectáculo nos parecía increíble. El pub estaba atestado de punks. Únicamente punks. La totalidad vestía con pantalones y chaquetas de cuero negro, alfileres de gancho en sus orejas, tachas puntiagudas en su ropa, muchos con sus vistosos peinados de mohicano, algunos motociclistas con físicos abundantes y cara de pocos amigos. Todos tomando sus grandes cervezas. Adentro ni un solo “civil”. El ambiente era el más pesado que se podía buscar en London. Y nosotros tres estábamos enfrente. Nuestra apariencia era la clara antítesis de los parroquianos de ese pub exclusivo. El hombre de seguridad, “bouncer” o “patovica”, cómo lo denominamos en Argentina, era otro punk, inmenso, rudo, de físico imponente que prácticamente cubría la totalidad de la entrada, nos observaba serio e incrédulo en su posición de brazos cruzados y amenazantes.

Nunca sabré cómo fue que se me ocurrió decirles a mis otros dos acompañantes:
-       -  Yo entro.

-       -  Vos estás loco.

-       -  Solo por un momento, a ver qué tal es el ambiente. Vamos los tres

-      -   Ni en tus sueños.

-      -  Pero, te das cuenta que allí te van a violar, te van a llenar de golpes, y luego te van a dejar tirado en la calle, si es que sobrevivís. Entrá vos solo. O no, no entremos ninguno, no es para nosotros, esos tipos no son precisamente unos lord ingleses.

-     -  No sean tan aguafiestas. Yo voy, entro, pido una cerveza, los saludo desde adentro, y salgo por la otra puerta.

-     - ¿Y cuando se arme el despelote? No te salvas.

-      - Llamen a la policía. Griten. ¿Qué podría pasar? Es un lugar público y si quiero entrar, entro.
-       
-   - La bestia que está en la puerta ya te está mirando feo.
-       
   - Voy, pero ustedes quédense aquí enfrente.

Mis amigos vieron que estaba hablando en serio, y realmente estaba por cruzar la calle y meterme dentro del infierno mismo. Me pidieron que desista, pero ya estaba resuelto. Comencé a caminar en dirección al bouncer y al pub que estaba detrás de su escultural espalda.

La bestia me miraba directo a los ojos y creo que no podía creer que alguien totalmente fuera del ambiente intentara entrar. Además era claro por todo el tiempo que estuvimos enfrente riendo y empujándonos, que se trataba solo de una broma, una apuesta, una bravuconada. Seguí caminando hacia la entrada y hacia ese hombre desproporcionadamente grande. Podía sentir mis palpitaciones cada vez más fuertes. Sabía que hacía lo incorrecto, pero no me podía detener. Ya estaba muy cerca y podía sentirle la respiración nerviosa. Cuando intenté introducirme por el minúsculo espacio que quedaba entre el físico del guardia y el marco de la puerta, el bouncer me puso una mano abierta en mi pecho, de forma que creo que me la dejó tatuada durante algunas semanas, y simplemente dijo en una voz de mando fuerte y segura:

-      -  Excuse me, no sir!

    Entendí claramente su indirecta. No hicieron falta explicaciones adicionales, y admito que yo tampoco se las reclamé. Volví sobre mis pasos, retrocediendo de espaldas, mirándolo a los ojos, como diciéndole “me voy porque yo quiero”. Mis amigos me abrazaron ya un poco más relajados, y me sugirieron que me cruce nuevamente, pero esta vez para agradecerle por haberme salvado la vida.

   Terminamos la noche tomando una cerveza en otro pub donde concurrían oficinistas y gerentes luego de su trabajo. Seguramente el sabor era el mismo en cualquier pub. 

     O de eso intenté convencer ami herido orgullo.



lunes, 18 de septiembre de 2017

¡WELCOME TO ENGLAND!


No recuerdo el año exacto, pero ubicaría los hechos en 1986, 1987. Fui designado para una capacitación de unos días en Londres. Mi primer viaje a Londres. Fui a Europa unos días antes y estuve por mi cuenta en Holanda y Bélgica. Y desde Bélgica crucé el canal en un gran ferry.  Aún faltaban unos años para inaugurar el Eurotunel (1994).


Al llegar a Dover debía lógicamente pasar por Migraciones. Argentina no había reanudado aún sus relaciones diplomáticas con Inglaterra (lo que sucedería en 1990) y la visa de visitante para mi pasaporte argentino, fue gestionada a través de la embajada de Suiza. El conflicto por Malvinas estaba aún fresco en algunas memorias, por lo menos eso parecía suceder con algunos funcionarios con los que me tocó interactuar.
-Pasaporte.
-Aquí  está.
-¿De Argentina?
-Así es.
-Tiene visa?
-Tengo.
-Largo viaje para llegar aquí.
-Más o menos.
-Tiene algo importante para hacer por acá?
-Si. Un curso.
Y así unos 10 minutos de preguntas y respuestas. Finalmente, y algo contrariado, me selló el pasaporte y me dejó pasar. Pero todavía no había ingresado realmente a Inglaterra.  

Antes de abordar el tren que me llevaría a Victoria Station en Londres, debía pasar por Aduana. Crucé por la entrada de “Nada a declarar”, como pasaba de hecho todo el mundo. Había pasajeros que estaban en total estado de ebriedad,  o con evidencias de haber ingerido algo más fuerte, punks, mochileros y muchos más, adivinen quién fue la única persona a la que pararon a registrar con un “Sir…sir…yes…you”, (mientras el inspector me hacía el clásico gesto con el dedito para que me acercara).  Me preguntó si podía entenderlo, y si era consciente de que había pasado por “Nada a declarar”, le dije que si  a ambas preguntas. Entonces, voy a proceder, concluyó secamente. Y procedió.


Comenzó por abrir completamente mi valija y vació sobre una gran y larga mesa la totalidad del contenido.Todo. Constató que no hubiera “doble fondo”, ni doble costados, ni nada escondido en algún milímetro cuadrado de toda su estructura, y allí se inició un animado diálogo. El inspector mientras iba controlando cada prenda antes de volver a guardarla, hacía sus preguntas, sin mirarme, como si estuviera hablando para sí mismo, pero esperando una respuesta convincente de mi lado, o tal vez esperando que cometiera algún error. Cada camisa, pullover, pantalón o prenda íntima fue revisada en forma individual, pantuflas, zapatos, medias, dentífrico, nada escapaba a su control, mientras las preguntas ya llegaban hasta las cuestiones más nimias que hacían a mi viaje. Debo admitir que el funcionario era un auténtico “lord inglés” en su modos amables de preguntarme, y sobre todo en la forma de ordenarme el equipaje. Cada prenda fue adecuadamente doblada y puesta de modo eficiente en la valija; el contenido que luego de mi armado tenía la forma de una “campana de gauss”, era ahora gracias a la intervención de mi insistente revisor y preguntador británico, de una envidiable prolijidad lineal, ordenada, nada sobraba ni faltaba, todo estaba en su inmejorable lugar. De hecho jamás logré reproducir algo así en ninguno de mis preparativos de viaje posteriores.

Pero ya habían transcurrido más de 30 minutos desde que había comenzado mi interrogatorio y revisión. El primer tren a Victoria Station ya se había llenado y partido, y el segundo y último tren estaba completo, esperando………………me. El inmenso galpón estaba vacío, excepto por nosotros dos, pasajero e inspector,  que aún seguíamos en pleno proceso aduanero.


Un oficial se acercó a mi inspector y le susurró algunas frases al oído. Probablemente algo así como “Si no hay sospechas específicas, terminá y largalo que está el tren completo y esperando a que suba éste pasajero y se vayan de una vez por todas. Las palabras surtieron efecto. Terminó de guardar (adecuadamente) lo que quedaba y cerró la valija sin nada de esfuerzo (yo había tenido que sentarme encima la noche anterior para lograrlo). Pero quedaba un detalle.  Tenía puesta una campera de cuero. La mira y me pregunta:  “¿Lleva algo allí?”. Yo estaba un poco cansado de la revisión. Me la quité y la arrojé sobre la mesa “Verifíquelo usted mismo”. Con un gesto denegatorio y empujándola hacia mí me  trata de convencer con un “Si usted me dice que no lleva nada, no necesito verla”. “¡Pasé por Nada por declarar y hace media hora que me inspecciona, ahora revísela!”, dije mientras se la volví a acercar. Y allí comenzó una escena digna de los Hermanos Marx. Yo le movía la campera hacia su lado de la mesa, y él la corría devolviéndomela hacia el mío. Luego de unas cuatro o cinco idas y vueltas, finalmente la recogí, saludé y me dirigí al tren, donde los lógicamente impacientes pasajeros farfullaron algunas cosas que no entendí bien pero que pude imaginar. 


 No fue lo único especial que me sucedió en esa estadía en Londres.

miércoles, 23 de agosto de 2017

ARDIENTEMENTE FRIO

Julio de 1994, un inventario de petróleo y materiales que prometía ser exigente y de máxima visibilidad para todas las partes involucradas en lo que sería una importante transacción de compra venta de un área petrolera, donde los volúmenes que íbamos a inventariar formaban parte del precio final de la operación. Y en el medio de todo eso, yo.

Fui junto a un equipo de otros cinco asistentes a la pequeña y helada localidad donde estaba el campo y los tanques. El frío era infinito. Recuerdo ver a los vehículos, y a nosotros, literalmente  patinando sobre el hielo. 


Llegamos al hotel…y el “hotel” era una construcción precaria donde las habitaciones (debiera decir “la” habitación ya que nos mandaron a los seis a un mismo cuarto) estaban separadas entre sí por milimétricas paredes falsas (Telgopor, cartón, o cartulina quizás). Un solo baño compartido de tortuosa posibilidad de ser ocupado. Las angostas literas (dos grupos de tres camas superpuestas que requerían de habilidades de alpinistas) no prometían un sueño reparador.

Esa noche previa a la toma del inventario, estábamos cenando en el hotel en el reducido espacio de comida allí destinado. Todos petroleros por supuesto. Y alguna petrolera. O no. Sinceramente no me puse a averiguar si esa mujer de fuerte presencia escénica era petrolera, o una turista de paso. 

El hecho es que, cuando intentamos dormir las pocas horas que disponíamos antes de tener que ir al inventario, fuimos sorprendidos por los gritos y gemidos que se escuchaban de la habitación contigua. Considerando la delgadez de la pared, parecía que estuviéramos los seis en el otro cuarto presenciando la apasionada y prolongada “situación” de la pareja. Fue una noche larga, con una sinfonía de voces vecinas que rememoraban algún “allegro”, unos “adagios” y uno que otro “prestissimo”. Permanecimos en vela, y algo acalorados, toda la noche.


Al otro día, como no podía ser de otra manera, la nieve se hizo sentir con fuerza. Las botas de seguridad se repartieron a discreción….menos para el que suscribe, ya que no había de mi número (un demoledor talle 47…). Me sugirieron con vehemencia que no participara del inventario, lo cual era imposible de aceptar para mí, un poco por el hecho de cumplir con el objetivo asignado, y sobre todo por una cuestión de orgullo. Allá estaba, y allá haría lo que fui a hacer. Somnoliento, y “en patas”.

Y salí inconscientemente a la intemperie con mis zapatillas de lona…lo cual a la luz de los hechos, fue una decisión desacertada…
Antes de subir a contar a la segunda montaña de tubings/casings, ya mis pies estaban congelándose del frío. Soporté igualmente toda la auditoría…e hice todo lo que debía ser…aunque los pies ya los había dejado de sentir a los muy pocos minutos de haber empezado.




Cuando terminamos….sacarme las zapatillas fue algo innegablemente doloroso….mis pies hinchadísimos estaban color púrpura….de hecho, pensaba sacármelas cortándolas con tijera. Afortunadamente una enorme estufa salamandra estaba a mi entera disposición, todos se hicieron a un costado dándome el mejor lugar….y con el té caliente más un mate inolvidable, todo comenzó a volver gradualmente a la normalidad.
Esa noche, dormí en la misma litera…y fue quizás una de las mejores noches de mi vida…con la satisfacción plena del deber cumplido y aguantando las previsibles bromas relacionadas con mis desmesurados pies.


¿El inventario? Supongo que bien, aunque ahora no recuerdo si la transacción de compra venta finalmente se concretó, ni si alguna vez pude averiguar quién era la petrolera ardiente. Lo importante es que afortunadamente volví a casa con mis diez dedos de los pies, y listo para lo que viniera después.

Este relato ha sido aportado gentilmente por Alejandro Avayú

martes, 11 de julio de 2017

MUCHACHA BRAVA

                                                              

Luego de leer en este mismo blog el relato “Aquaman” publicado en mayo de 2015 con las peripecias de un inventario de petróleo crudo y productos refinados, inmediatamente me vino a la memoria la historia de mi propio inventario “fuera de lo común”. Detalle más, detalle menos, ésto fue lo que sucedió.

Se trataba de mi primera asignación sola como Encargada de trabajo B (Senior B). Hasta ese momento me había desempeñado en un cliente grande donde tenía por arriba mío un Senior A a cargo. Ahora me tocaba ponerme el trabajo “al hombro” por mí misma. Era la auditoria de una empresa mediana internacional que producía principalmente insumos para bebidas gaseosas, cuya materia prima es cereal.

Si bien la empresa no era de gran envergadura, auditarla tenía su prestigio ya que hasta el año anterior, ese trabajo había estado durante dos o tres años a cargo de un Senior A de muy buena fama en el estudio, una “estrella”.

Llegado el momento de presenciar el inventario de cierre de ejercicio, viajé unos cuantos kilómetros hasta la planta de producción. Lo más importante a recontar era el cereal a granel.  Se almacenaba en silos, muy similar al modo en que se lo hace con el combustible, pero como era un sólido había que tomar varias mediciones en tres lugares del techo del silo para poder definir el cono de la superficie superior del material almacenado que se formaba en el único lugar de ingreso del producto.  Con esas medidas y mediante tablas específicas, se definía el volumen almacenado. 


Para tomar las mediciones en el techo, era necesario subir los 36 metros de altura que tenía, equivalente a varios pisos de un edificio, por una “escalera de gato” adosada a la pared del silo, que ahora recuerdo sin la defensa en forma de tubo que normalmente se ve en ese tipo de escaleras, era una escalera libre. En la práctica, algo bastante cercano al alpinismo.

Gracia no me hacía, pero había que tomar el inventario como todos los años. Bajo ningún punto de vista iba a omitir hacer algo la primera vez que una mujer era senior en esa compañía.

No puedo explicar la cara de asombro del operario cuando vio que tenía toda la intención de subir, me lo preguntó varias veces para asegurarse que era cierto.  Un poco más disimulados pero igualmente asombrados quedaron los dos administrativos de la compañía que eran parte del equipo de conteo.

Allá fuimos, 36 metros arriba, un operario por delante y otro por detrás mío por cualquier cosa (supongo que para salvarme cual Spiderman si trastabillaba).  Era un lindo día de sol y tomamos todas las mediciones sin problemas.  Nos dieron las explicaciones de cómo se calculaban los volúmenes que aparecían tabulados, etc., etc. Pudimos disfrutar de vistas de toda la ciudad y campos del lugar.

La sorpresa la tuve después de bajar, también sin problemas.



Ahí me enteré que se había armado un interesante concurso de apuestas en la administración de la compañía sobre si yo iba a subir o no al silo.  Creo que hice felices a pocos y desgraciados a muchos que no veían venir la emancipación femenina.

Pero lo más sorprendente fue que cuando me contaron de la organización de las apuestas, yo les expliqué que no había chance de que no subiera al techo del silo, tenía que hacer el inventario como se hacía siempre.  “¿Siempre? ¡Pero si hace años que los auditores (hombres hechos y derechos los anteriores) no suben a los silos! Esperaban a que bajemos y luego copiaban todos los datos para reflejarlos en sus papeles de trabajo, ni locos subían los 36 metros.”

La anécdota es simpática a la distancia y tiene muchas lecturas:
·        -  Prejuicios sobre las capacidades femeninas, tal vez un poco antiguos, pero que se  siguen encontrando más de lo que es posible imaginar,
·     - Prejuicios que se mantienen a rajatabla, sin ser cuestionados por hombres o mujeres, sobre la audacia y las capacidades y responsabilidades masculinas.
·        - ¡Qué poco cambia la naturaleza humana a través del tiempo! ¡Esto sucedió hace más de 30 años!



Este relato ha sido aportado gentilmente por Marta Rodriguez

viernes, 16 de junio de 2017

AUDITORES AL LÍMITE


Sucedió durante un inolvidable 31 de Diciembre de hace algunos (muchos) años atrás. Me desempeñaba como nuevo asistente de auditoria, estaba feliz y tenía todo el entusiasmo juvenil de ser parte de un gran estudio de auditoría colaborando en la revisión de asientos contables, activos fijos, conciliaciones bancarias, y todo lo que fuera necesario para finalizar la auditoria de forma exitosa.

Como suele suceder en todos los trabajos de auditoría (o en casi todos los trabajos), las horas estimadas para la realización de las tareas eran muy ajustadas y se debía “exprimir” al máximo todo el tiempo disponible sin desperdiciar ningún minuto y aprovechar toda ocasión para solicitar a los contadores del cliente la información y documentación que se requiere en la auditoría.

Este cliente era una de las flamantes empresas públicas recientemente privatizadas, por lo cuál, mucha de su cultura de empresa pública seguía manteniéndose. Pese a que muchas veces nos resultaba dificultoso, en general conseguíamos obtener la información que necesitábamos.

El día 31 de Diciembre siempre ha sido un día laboral normal en Bolivia. Todos nos encontrábamos apurados tratando de completar nuestro trabajo y al ver el reloj que señalaba las 2 de la tarde sabíamos que solo nos quedaban algunas horas de trabajo antes de salir de la oficina, y que el día siguiente sería feriado. Teníamos que aprovechar al máximo las tres horas adicionales para revisar los rubros que teníamos a cargo, revisar documentación, referenciar papeles de trabajo, y obtener documentación y/o explicaciones de los funcionarios del cliente que nos permitieran seguir avanzando con la auditoria.

Nuestro equipo compuesto por tres asistentes de auditoría incluyéndome a mí y a un auditor senior, estábamos en plena tarea cuando uno de los asistentes decidió ir a preguntar a Contabilidad al piso de arriba una duda acerca de unos asientos contables, una pregunta sencilla. Pasados unos buenos 20 minutos no sabíamos que pasaba con el asistente que no volvía a continuar su tarea en esos momentos tan exigidos, por lo que el auditor senior mandó a un segundo asistente al piso superior para que viera qué pasaba con el asistente. Transcurrieron otros 15 minutos y el segundo asistente tampoco regresaba, parecía que se estaban enfrentando a algún problema, por lo que era prudente que él mismo fuera en ayuda de los no muy experimentados asistentes, antes que la cosa pasara a mayores. Subió a rescatarlos, dejándome solo y ansioso por que volvieran todos prontito.

Los minutos se sucedieron y  20 minutos después estaba realmente alarmado. No regresaba ninguno de los tres. Claramente había una crisis, o había surgido algo grave que afectaba a los estados financieros. Eso no era bueno. Yo era parte del equipo, y si había problemas, eran también problemas míos. Subí a Contaduría en su ayuda.

Cuando subí al departamento contable me percaté que la situación no era tan grave. Mis tres compañeros estaban allí, claramente sanos y salvos. Serpentinas de colores rodeaban sus cuellos y se continuaban por el frente enrulándose con sus formales corbatas, tenían colocados sombreritos de cotillón y lentes brillantes de estilo Elton John y un vaso de champaña en la mano brindando y departiendo con la gente del departamento contable. Era costumbre en la empresa que a partir de las dos de la tarde todos paraban de trabajar y se ponían a festejar el nuevo año. Sucedió que, a medida que uno a uno fueron subiendo a Contabilidad, fueron retenidos y “obligados” a festejar con los funcionarios del departamento contable. De la misma forma fui yo también “obligado” a seguir la tradición. Al final de cuentas, las conciliaciones bancarias podían esperar hasta el año siguiente


Este relato ha sido aportado gentilmente por Nelson Nava

jueves, 18 de mayo de 2017

AND THE WINNER IS…..

Mucho se ha hablado recientemente del error ocurrido en los premios Oscar al anunciar el ganador de la categoría mejor película, pero muy pocos saben que hace mas de 25 años, parte de esos premios fueron anunciados en el Teatro Colón de Buenos Aires, para los millones de telespectadores de la ceremonia del Oscar en todo el mundo.
Y del mismo modo que un socio de un estudio internacional fue conocido a partir de los infortunados hechos que son de público conocimiento, nuestra historia de los premios Oscar en Argentina tiene como uno de sus protagonistas a uno de nuestros colegas, un contador argentino, también socio del referido estudio. A continuación sus recuerdos y anécdotas asociados con esta historia de película, narrados en primera persona.

“A comienzos de 1990, en una tarde nada especial, excepto por lo que estaba por ocurrir, suena el teléfono de mi oficina y al contestar escucho la voz de mi jefe pidiéndome que fuera a su oficina de inmediato. Cuando el socio principal de una firma de contadores llama a un socio joven, como era mi caso, lo primero que uno se pregunta es en qué tipo de problema me habré metido. Sin poder imaginarme de que se trataba, subí sin demora y con un poco de nerviosismo.
Mi jefe no era una de esas personas que vive pasándote la mano por la espalda para que te sientas bien ni te recuerda a cada momento las grandes contribuciones que has hecho ni las que seguramente harás en el futuro. Con su profesionalismo habitual comenzó a hacerme preguntas muy específicas: ¿Tenés algún problema en aparecer en televisión? ¿En smoking? ¿Trabajar con gente que solo habla inglés? Me olvidaba, la audiencia del programa de televisión será de millones y millones de personas, en todo el mundo. ¡Claro que no tengo problemas, ésto la hago casi todos los días!
Debo confesar que la idea de estar frente a las cámaras me atraía, ya que dentro de mi siempre hubo una lucha entre el contador y la “prima donna”. Esta era la oportunidad de probar que no todos los contadores somos introvertidos y le escapamos a las luces de la fama.  La historia era simple. La Academia de Hollywood quería en esta edición anunciar ganadores en algunas ciudades fuera de los EEUU, como una forma de acentuar la naturaleza internacional de los premios y el evento. Y Buenos Aires había sido elegida para representar a América Latina. Sin duda que ser la capital cultural de la región, hacer la transmisión desde el espectacular Teatro Colón y la importante producción fílmica del país, fueron elementos clave para la elección de la Reina del Plata (sobrenombre de Buenos Aires) para este singular evento.
En las semanas siguientes me toco vivir el vértigo de Hollywood. Viajé a Nueva York a recibir los sobres con los nombres de los nominados a las categorías a ser anunciadas en Buenos Aires. Sesiones con la prensa, fotografías con los sobres, posando como una geisha con todos los sobres acomodados en forma de abanico. Imagino que esta es la atención que deben sufrir en forma rutinaria los Brad Pitts y George Clooneys del mundo. Pero de alguna manera, sobreviví.

Tres días antes del gran show comienzan los ensayos en el Teatro Colón. Tres personas en el escenario: Charlton Heston (una gloria de Hollywood, ganador del Oscar al mejor actor en 1959), Norma Aleandro (gran actriz argentina, protagonista del film Una historia oficial, ganadora del Oscar al mejor film extranjero en 1985, y su servidor. Todo previamente escrito y coreografiado. Director y asistentes de los EEUU. Equipo de televisión y logística local. ¡Qué producción, qué lujo, qué nervios!
Lo mío era simple. Antes del evento, asegurarme de separar entre todos los sobres para cada nominado los dos que correspondían a los ganadores, uno para Documentales y otro para Documentales Cortos. Dado que para cuando había viajado a Nueva York aun no se habían completado las votaciones, mis colegas de Los Ángeles me habían entregado todos los sobres, cerrados y con un código alfanumérico en el exterior. Dos días antes del evento recibí los códigos de los ganadores, con la instrucción de destruir los sobres restantes. Imaginen mis nervios al separar los ganadores: ¿Qué pasaría si me equivocaba? De hecho, alguien se equivocó unos 25 años después. Como buen auditor con años de entrenamiento, le pedí a uno de mis socios que verificara que lo que estaba haciendo era lo correcto. Sobres identificados, ahora a cuidarlos con mi propia vida!

En lo artístico, debo reconocer que la Academia me trato como una estrella: me dieron mi propio camerino en el Teatro Colón. Así que le pedí a mi peluquero (perdón, estilista) que viniera a peinarme allí mismo.
En cuanto a mi papel la noche del show, éste era más protagónico que el de mis colegas en Los Ángeles. Yo debía entrar al escenario las dos veces que se anunciaran los ganadores y entregar en mano, y frente  a las cámaras,  el sobre del ganador a los presentadores. Debo reconocer que los mejores consejos al respecto vinieron de la persona que todos ustedes se imaginan: mi esposa. Y aun recuerdo el mas valioso: por favor caminá despacio y mirá bien la alfombra en el piso, no sea cosa que te tropieces y te caigas frente a millones de testigos. No hay nada mejor que una esposa con confianza absoluta en lo que uno hace.
Finalmente, la gran noche llegó. Todo el lujo y el glamour de la farándula Argentina entrando al teatro Colón. En las primeras filas, todos los actores, modelos y resto del jet set local. Nunca había visto tantas caras famosas frente a mi. De pronto, se escucharon  gritos. Ocurrió que parte del personal de la empresa que televisaba el evento estaba de huelga y algunos intentaron sabotear la transmisión internacional cortando algunos cables. La cosa no pasó a mayores y fue nada mas que un susto. No se imaginan lo fuerte que apreté el porta-papeles de cuero donde estaban los sobres del Oscar: nada ni nadie me los iban a arrebatar.
A la hora del show todo salió según lo planeado y como en los ensayos (a esa altura ya conocía los chistes de los presentadores de memoria). No me tropecé en el escenario, entregué los sobres correctos a los presentadores correctos, y la transmisión vía satélite fue un suceso. Lo que siguió fueron fotos con los artistas, y la fiesta de celebración. Luego de esa ceremonia en 1990, jamás volvió a realizarse la presentación de premios Oscar fuera de Los Ángeles. No creo tener responsabilidad alguna en ello.

Esta noche del Oscar en el Colón me ha quedado grabada en la memoria como pocas otras cosas que ocurrieron en mi carrera profesional. Aunque tal vez aquel día en que el gerente general de mi cliente puso un revolver cargado sobre la mesa antes de empezar nuestra reunión también lo recuerde muy bien. Pero eso será el tema de otro historia en el blog.

Este relato ha sido aportado gentilmente por Ricardo Silvagni