miércoles, 23 de agosto de 2017

ARDIENTEMENTE FRIO

Julio de 1994, un inventario de petróleo y materiales que prometía ser exigente y de máxima visibilidad para todas las partes involucradas en lo que sería una importante transacción de compra venta de un área petrolera, donde los volúmenes que íbamos a inventariar formaban parte del precio final de la operación. Y en el medio de todo eso, yo.

Fui junto a un equipo de otros cinco asistentes a la pequeña y helada localidad donde estaba el campo y los tanques. El frío era infinito. Recuerdo ver a los vehículos, y a nosotros, literalmente  patinando sobre el hielo. 


Llegamos al hotel…y el “hotel” era una construcción precaria donde las habitaciones (debiera decir “la” habitación ya que nos mandaron a los seis a un mismo cuarto) estaban separadas entre sí por milimétricas paredes falsas (Telgopor, cartón, o cartulina quizás). Un solo baño compartido de tortuosa posibilidad de ser ocupado. Las angostas literas (dos grupos de tres camas superpuestas que requerían de habilidades de alpinistas) no prometían un sueño reparador.

Esa noche previa a la toma del inventario, estábamos cenando en el hotel en el reducido espacio de comida allí destinado. Todos petroleros por supuesto. Y alguna petrolera. O no. Sinceramente no me puse a averiguar si esa mujer de fuerte presencia escénica era petrolera, o una turista de paso. 

El hecho es que, cuando intentamos dormir las pocas horas que disponíamos antes de tener que ir al inventario, fuimos sorprendidos por los gritos y gemidos que se escuchaban de la habitación contigua. Considerando la delgadez de la pared, parecía que estuviéramos los seis en el otro cuarto presenciando la apasionada y prolongada “situación” de la pareja. Fue una noche larga, con una sinfonía de voces vecinas que rememoraban algún “allegro”, unos “adagios” y uno que otro “prestissimo”. Permanecimos en vela, y algo acalorados, toda la noche.


Al otro día, como no podía ser de otra manera, la nieve se hizo sentir con fuerza. Las botas de seguridad se repartieron a discreción….menos para el que suscribe, ya que no había de mi número (un demoledor talle 47…). Me sugirieron con vehemencia que no participara del inventario, lo cual era imposible de aceptar para mí, un poco por el hecho de cumplir con el objetivo asignado, y sobre todo por una cuestión de orgullo. Allá estaba, y allá haría lo que fui a hacer. Somnoliento, y “en patas”.

Y salí inconscientemente a la intemperie con mis zapatillas de lona…lo cual a la luz de los hechos, fue una decisión desacertada…
Antes de subir a contar a la segunda montaña de tubings/casings, ya mis pies estaban congelándose del frío. Soporté igualmente toda la auditoría…e hice todo lo que debía ser…aunque los pies ya los había dejado de sentir a los muy pocos minutos de haber empezado.




Cuando terminamos….sacarme las zapatillas fue algo innegablemente doloroso….mis pies hinchadísimos estaban color púrpura….de hecho, pensaba sacármelas cortándolas con tijera. Afortunadamente una enorme estufa salamandra estaba a mi entera disposición, todos se hicieron a un costado dándome el mejor lugar….y con el té caliente más un mate inolvidable, todo comenzó a volver gradualmente a la normalidad.
Esa noche, dormí en la misma litera…y fue quizás una de las mejores noches de mi vida…con la satisfacción plena del deber cumplido y aguantando las previsibles bromas relacionadas con mis desmesurados pies.


¿El inventario? Supongo que bien, aunque ahora no recuerdo si la transacción de compra venta finalmente se concretó, ni si alguna vez pude averiguar quién era la petrolera ardiente. Lo importante es que afortunadamente volví a casa con mis diez dedos de los pies, y listo para lo que viniera después.

Este relato ha sido aportado gentilmente por Alejandro Avayú