Julio de 1994, un
inventario de petróleo y materiales que prometía ser exigente y de máxima
visibilidad para todas las partes involucradas en lo que sería una importante transacción
de compra venta de un área petrolera, donde los volúmenes que íbamos a
inventariar formaban parte del precio final de la operación. Y en el medio de
todo eso, yo.
Fui junto a un equipo de
otros cinco asistentes a la pequeña y helada localidad donde estaba el campo y
los tanques. El frío era infinito. Recuerdo ver a los vehículos, y a nosotros,
literalmente patinando sobre el hielo.
Llegamos al hotel…y el
“hotel” era una construcción precaria donde las habitaciones (debiera decir
“la” habitación ya que nos mandaron a los seis a un mismo cuarto) estaban
separadas entre sí por milimétricas paredes falsas (Telgopor, cartón, o
cartulina quizás). Un solo baño compartido de tortuosa posibilidad de ser
ocupado. Las angostas literas (dos grupos de tres camas superpuestas que
requerían de habilidades de alpinistas) no prometían un sueño reparador.
Esa noche previa a la toma
del inventario, estábamos cenando en el hotel en el reducido espacio de comida
allí destinado. Todos petroleros por supuesto. Y alguna petrolera. O no.
Sinceramente no me puse a averiguar si esa mujer de fuerte presencia escénica
era petrolera, o una turista de paso.
El hecho es que, cuando intentamos dormir
las pocas horas que disponíamos antes de tener que ir al inventario, fuimos
sorprendidos por los gritos y gemidos que se escuchaban de la habitación
contigua. Considerando la delgadez de la pared, parecía que estuviéramos los
seis en el otro cuarto presenciando la apasionada y prolongada “situación” de
la pareja. Fue una noche larga, con una sinfonía de voces vecinas que
rememoraban algún “allegro”, unos “adagios” y uno que otro “prestissimo”. Permanecimos
en vela, y algo acalorados, toda la noche.
Al otro día, como no podía
ser de otra manera, la nieve se hizo sentir con fuerza. Las botas de seguridad
se repartieron a discreción….menos para el que suscribe, ya que no había de mi
número (un demoledor talle 47…). Me sugirieron con vehemencia que no
participara del inventario, lo cual era imposible de aceptar para mí, un poco
por el hecho de cumplir con el objetivo asignado, y sobre todo por una cuestión
de orgullo. Allá estaba, y allá haría lo que fui a hacer. Somnoliento, y “en
patas”.
Y salí inconscientemente a
la intemperie con mis zapatillas de lona…lo cual a la luz de los hechos, fue
una decisión desacertada…
Antes de subir a contar a
la segunda montaña de tubings/casings, ya mis pies estaban congelándose del
frío. Soporté igualmente toda la auditoría…e hice todo lo que debía ser…aunque
los pies ya los había dejado de sentir a los muy pocos minutos de haber
empezado.
Cuando terminamos….sacarme
las zapatillas fue algo innegablemente doloroso….mis pies hinchadísimos estaban
color púrpura….de hecho, pensaba sacármelas cortándolas con tijera. Afortunadamente
una enorme estufa salamandra estaba a mi entera disposición, todos se hicieron
a un costado dándome el mejor lugar….y con el té caliente más un mate
inolvidable, todo comenzó a volver gradualmente a la normalidad.
Esa noche, dormí en la
misma litera…y fue quizás una de las mejores noches de mi vida…con la
satisfacción plena del deber cumplido y aguantando las previsibles bromas
relacionadas con mis desmesurados pies.
¿El inventario? Supongo
que bien, aunque ahora no recuerdo si la transacción de compra venta finalmente
se concretó, ni si alguna vez pude averiguar quién era la petrolera ardiente.
Lo importante es que afortunadamente volví a casa con mis diez dedos de los
pies, y listo para lo que viniera después.
Este
relato ha sido aportado gentilmente por Alejandro Avayú