Sucedió durante un inolvidable 31 de Diciembre de hace
algunos (muchos) años atrás. Me desempeñaba como nuevo asistente de auditoria,
estaba feliz y tenía todo el entusiasmo juvenil de ser parte de un gran estudio
de auditoría colaborando en la revisión de asientos contables, activos fijos,
conciliaciones bancarias, y todo lo que fuera necesario para finalizar la
auditoria de forma exitosa.
Como suele suceder en todos los trabajos de auditoría
(o en casi todos los trabajos), las horas estimadas para la realización de las
tareas eran muy ajustadas y se debía “exprimir” al máximo todo el tiempo
disponible sin desperdiciar ningún minuto y aprovechar toda ocasión para
solicitar a los contadores del cliente la información y documentación que se
requiere en la auditoría.
Este cliente era una de las flamantes empresas públicas
recientemente privatizadas, por lo cuál, mucha de su cultura de empresa pública
seguía manteniéndose. Pese a que muchas veces nos resultaba dificultoso, en
general conseguíamos obtener la información que necesitábamos.
El día 31 de Diciembre siempre ha sido un día laboral normal
en Bolivia. Todos nos encontrábamos apurados tratando de completar nuestro
trabajo y al ver el reloj que señalaba las 2 de la tarde sabíamos que solo nos
quedaban algunas horas de trabajo antes de salir de la oficina, y que el día
siguiente sería feriado. Teníamos que aprovechar al máximo las tres horas
adicionales para revisar los rubros que teníamos a cargo, revisar
documentación, referenciar papeles de trabajo, y obtener documentación y/o
explicaciones de los funcionarios del cliente que nos permitieran seguir
avanzando con la auditoria.
Nuestro equipo compuesto por tres asistentes de
auditoría incluyéndome a mí y a un auditor senior, estábamos en plena tarea
cuando uno de los asistentes decidió ir a preguntar a Contabilidad al piso de
arriba una duda acerca de unos asientos contables, una pregunta sencilla.
Pasados unos buenos 20 minutos no sabíamos que pasaba con el asistente que no volvía
a continuar su tarea en esos momentos tan exigidos, por lo que el auditor
senior mandó a un segundo asistente al piso superior para que viera qué pasaba
con el asistente. Transcurrieron otros 15 minutos y el segundo asistente
tampoco regresaba, parecía que se estaban enfrentando a algún problema, por lo
que era prudente que él mismo fuera en ayuda de los no muy experimentados
asistentes, antes que la cosa pasara a mayores. Subió a rescatarlos, dejándome
solo y ansioso por que volvieran todos prontito.
Los minutos se sucedieron y 20 minutos después estaba realmente alarmado. No
regresaba ninguno de los tres. Claramente había una crisis, o había surgido
algo grave que afectaba a los estados financieros. Eso no era bueno. Yo era
parte del equipo, y si había problemas, eran también problemas míos. Subí a
Contaduría en su ayuda.
Cuando subí al departamento contable me percaté que la
situación no era tan grave. Mis tres compañeros estaban allí, claramente sanos
y salvos. Serpentinas de colores rodeaban sus cuellos y se continuaban por el
frente enrulándose con sus formales corbatas, tenían colocados sombreritos de
cotillón y lentes brillantes de estilo Elton John y un vaso de champaña en la
mano brindando y departiendo con la gente del departamento contable. Era
costumbre en la empresa que a partir de las dos de la tarde todos paraban de
trabajar y se ponían a festejar el nuevo año. Sucedió que, a medida que uno a
uno fueron subiendo a Contabilidad, fueron retenidos y “obligados” a festejar
con los funcionarios del departamento contable. De la misma forma fui yo
también “obligado” a seguir la tradición. Al final de cuentas, las
conciliaciones bancarias podían esperar hasta el año siguiente
Este relato ha sido aportado gentilmente por Nelson Nava