viernes, 17 de noviembre de 2017

Mi monjita alemana


Relato aportado gentilmente por Hernán Huergo
 “Cuidado con La Paz. No sé por qué, pero todos se vuelven locos con la altura.”
Este consejo me lo daba, hace ya muchos años, el Mandamás de la oficina donde yo trabajaba, en Buenos Aires. La sonrisa que acompañaba el mensaje invitaba a que yo hiciera alguna pregunta, que no hice. Era una época en que el stress maniataba por demás mi lengua, más allá de la curiosidad que provocaban esas palabras.

Así que cada viaje que hacía a Bolivia, mes tras mes, cada vez que cada martes cerca de las ocho de la noche ponía mis pies en el aeropuerto del Alto, cuatro mil cien metros de altura, las palabras de Eliseo reaparecían en mi recuerdo. Ya desembarcado en el hotel y llegado al cuarto, el dolor de cabeza pasaba de incipiente a presente y a duras penas me permitía disfrutar de la cena mínima. Luego tomaba la sorojchi pill de refuerzo que resultaba igual de inútil que la primera, para terminar en la cama a las diez de la noche, con la esperanza de que esa noche pudiera dormir como la gente. A las cuatro de la mañana, con una sorojchi pill, con dos, con ninguna, con comida liviana, comida normal o sin comer, dejando la ventana entreabierta, o cerrada o abierta de par en par, no importaba lo que hiciera, me despertaba un dolor de cabeza feroz, después del cual era inútil cualquier cosa. Eran las cinco, las seis, las siete y las ocho y el dolor seguía. Me era imposible no pensar en la máxima del Mandamás, “todos se vuelven locos con la altura”.

Como a las nueve llegaba al Banco Central, donde estaba el grupo de consultoría. Prefería las escaleras, a pesar de mis escasas fuerzas a tres mil seiscientos metros. Llegaba casi expirando al octavo piso. Me encontraba con los consultores, también argentinos, que me recibían con agasajos y simpatías. Pero el momento más importante era el saludo de Rosario, la secretaria paceña. Lo que importaba era lo que traía en la mano extendida. “Acá tiene su trimate, ingeniero”. Entonces se producía el principio del milagro. No pasaban cinco minutos de haber tomado algunos tragos y me daba cuenta del sol que iluminaba la mañana de La Paz. El dolor de cabeza empezaba a retroceder, aleluya. Como a las once de la mañana, aleluya dos, se producía el alboroto en el piso y todos, los veintitantos argentinos más los lugareños, dejaban lo que estuviera haciendo para comer las salteñas, como llaman en Bolivia a las empanadas, cuyo recuerdo permanece con júbilo en mis papilas después de tantos años. El dolor de cabeza retrocedía un poco más y seguía retrocediendo a la hora del almuerzo, para terminar de desaparecer como a las once de la noche. Era la hora de jugar al ajedrez con otros fanáticos, argentinos y bolivianos. El golpe de gracia contra el maldito dolor de cabeza era el ron con coca cola, aleluya tres. Y a partir de allí era el placer de disfrutar de todo, el dolor de cabeza nunca más volvería en ese viaje y sería un lejano recuerdo los sábados por la mañana, cuando casi al trote me dirigía al avión que me llevaría de regreso a Buenos Aires.

Pero el viaje que es el motivo de este relato fue distinto. Cuando el avión salió de Buenos Aires no me imaginé que la pequeña molestia que tenía en el interior de mi nariz, del lado derecho, se convertiría en lo que se convirtió.

Cuando me miré al espejo en el cuarto del hotel no lo podía creer: un forúnculo. La nariz estaba ya impresentable y la molestia era tal que me hacía ignorar el espantoso dolor de cabeza de siempre. Al día siguiente, cuando subía a duras penas las escaleras del Banco Central, los latidos de la cefalea parecían encontrar sus émulos en los inconfundibles latidos del forúnculo, cada vez más inmenso.


Saludé a todos, tratando de mirarlos desde el lado de mi cara. Mi aspecto era patético, según pude comprobarlo en las caras de lástima de los que podían mirarme sin desviar la mirada. “Acá tiene su trimate, ingeniero”, me dijo Rosario, como si nada, y no me sentí tan mal.

Sobreviví a las penurias del día, que incluyeron reuniones con funcionarios importantes, yo con mi mano derecha ocultando algo la deformación inocultable. Creo que todos prestaban más atención a mi nariz que a cualquier otra cosa. Por la tarde, en la visita habitual a nuestra oficina en La Paz, mi aspecto era desolador y espantoso. Pero todavía peor era la molestia que sentía.  

Lo encontré a Fabián, que no debe saberlo, pero quizás me salvó la vida. La conversación fue directa al grano. “Hernán. Te vas directo a mi médico, Fernández. Lo ves de parte mía, te va a atender sin duda porque ya le aviso que vas. ¿No sabías que aquí en La Paz, si traés un forúnculo de Buenos Aires, se convierte en algo imparable? Ojo, andate ya mismo a ver al médico y hacé lo que te diga”.  

Así que partí en seguida en un taxi al centro médico y Fernández, hombre prolijo, meticuloso y con bigote importante me atendió al instante. Me sentó en la camilla, me miró unos segundos y fue al escritorio, a buscar algo. Volvió con una cartilla, que colgó de un clavo en la pared cercana frente a mí. Era una gran nariz dibujada de costado, que mostraba el interior, arterias y vasos, el cerebro y otras cosas parecidas. “Esto se llama el triángulo de la muerte”, empezó a decirme, señalando con el puntero que también había traído, como si yo fuera un alumno de su clase de facultad. “Cualquier infección importante que usted tenga en la nariz, se puede transmitir por estos vasos hasta los senos cavernosos y desatar cuadros de total gravedad”.  

Yo no necesitaba ninguna palabra más para estar convencido de que mi caso era de vida o muerte pero él consideró que tenía que seguir la explicación. Apuntaba con el puntero partes de la cartilla mientras decía: “Estos son los senos cavernosos, situados entre el esfenoides y la duramadre, ésta es la yugular…”.

Bueno, cuándo va a terminar este hombre, me estoy muriendo, pensaba yo. “La arteria carótida, los nervios troclear, el trigémino…”, continuaba Fernández y yo ya estaba volviéndome loco. “Todos se vuelven locos con la altura”, recordé una vez más.

Por fin la clase doctoral terminó. Fue cuando me dijo, con voz grave y ceremoniosa. “Pero su caso, en vez de terminar en la muerte, como hubiera ocurrido si no hubiera venido a verme hoy mismo, tiene salvación”. Y aparecieron en sus manos como por arte de magia cuatro ampollas para inyección. “Este es el antibiótico que le salvará la vida. Va por vía intramuscular. Toda la medida, los cuatro días, sí o sí. Es una solución muy densa, mejor diluirla con agua destilada. Si quiere le aplico la primera inyección ya mismo”. Le dije volando que sí, por supuesto. Nunca fui fácil para las inyecciones pero estoy seguro que Fernández era de lo peor. El dolor fue impresionante. Salí cojeando del consultorio, dolorido pero feliz de haber salvado la vida. Eran las ocho de la noche.

El efecto fue inmediato y me pareció milagroso. Para las once de la noche podía mirarme en el espejo del baño sin asustarme. A la mañana siguiente subía las escaleras del Banco Central y apenas sentía los latidos. Por la tarde me fui al centro médico a que me dieran la segunda inyección, aunque para mí era evidente que el forúnculo ya se batía en retirada. Otra vez sobreviví a la penuria de la inyección, esta vez puesta por una enfermera, casi tan dolorosa como la del primer día.

Así llegué al tercer día. Era una tarde de sol de invierno de La Paz. No tenía demasiadas ganas de darme la inyección, no quedaba nada del forúnculo, sólo el recuerdo. Pero las palabras del médico habían sido claras: “los cuatro días, sí o sí”. Salí del hotel y caminé unas cuadras hasta llegar a una farmacia. “¿Aplican aquí inyecciones?”, pregunté. “No hoy”, me contesté el andino, “pero pruebe en el convento de las monjitas alemanas, allí suelen aplicar”.

Me sorprendí por la respuesta, no la esperaba. Era incapaz de imaginarme una monjita alemana aplicándome una inyección. Aprendí con esmero las instrucciones para llegar al convento, que quedaba a un par de cuadras del lugar. Así llegué hasta algo que no me pareció un convento, palabra que tengo asociada a paredes altas y grises, ventanas pequeñas, varios pisos, alguna torre y alguna cruz. Se trataba en cambio de un chalet más bien rústico, de una planta, donde predominaba la madera y me era difícil encontrar símbolos que demostraran que el lugar era un convento. Avancé hacia el porche. Ya en él busqué el timbre, sin encontrarlo. Un bajo relieve de la virgen y el niño adornaba un nicho, junto a la puerta, que estaba abierta. Miré hacia adentro sin percibir demasiado. La luz de las tres de la tarde parecía no atreverse a entrar al convento.

Antes de irme decidí recurrir a las palmadas, los aplausos. “¿Hay alguien?”, dije con voz apenas por arriba de mi tono normal. Ya estaba decidido a irme cuando vi una sombra en el interior de la casa, que avanzaba hacia mí. Yo mido un metro setenta y tres y lo primero que noté fue que la sombra era portentosa y por cierto más alta que yo.

Toda imaginación mía de lo que podría llegar a ser la monjita alemana que me diera la inyección se encontró con tal realidad. Supongo que mediría metro ochenta y cinco, aunque en ese momento me pareció todavía más. La cara tosca, los rasgos impiadosos,  el  color cetrino de la piel y la mirada ladina, era lo único que se veía de la monja, por lo demás ocultada por un generoso hábito que cubría la poderosa humanidad. “Buenas tardes “, dijo ella, y creo recordar que fueron las únicas palabras que dijo en español. Le expliqué que buscaba quién me diera una inyección mientras le mostraba la ampolla que traía en mi mano. Tenía la esperanza de que me dijera, como el farmacéutico andino, “No hoy”. Pero ella, me contestó algo en algún idioma y se dio media vuelta internándose en la penumbra de la casa. Interpreté que debía seguirla. Me costó un tanto ir tras ella porque íbamos de penumbra en penumbra, atravesando pasillos. Tuve la esperanza, que no me pareció para nada pecaminosa, de que me llevaría hasta alguna monjita alemana de aspecto menos intimidatorio, quizás con piel tierna del color del pan y sonrisa angelical. De pronto se detuvo ante una puerta, la abrió y, en forma imprevista, me invitó a pasar primero. Entré.


Era un baño grande y antiguo. La ventana era pequeña pero lo iluminaba bien. La monja entró detrás de mí y me pidió, con gestos, la ampolla. Sin decir una palabra preparó la jeringa y luego me miró, ya lista ella. Aunque no dijo una palabra su actitud era evidente. Era mi turno. No había camilla ni nada, ni siquiera un banco. He tenido primeras veces azarosas en otras cosas pero creo que no recuerdo otra primera vez igual.

Al fin me decidí e hice el gesto. Dirigí mi mano hacia el cinturón y lo desprendí. La monja, seria e imperturbable, siguió mirando y esperando. No recuerdo cuáles fueron los gestos o las palabras ni el idioma que me condujeron segundos después a esperar la inyección con mi pie derecho apoyado en el borde del bidet y mi cuerpo doblado por la cintura e inclinado hacia delante. El dolor que siguió en la nalga derecha fue brutal. A diferencia de la tortura sufrida a manos de Fernández, esta vez el pinchazo parecía no terminar nunca, el dolor se convertía en eterno. Entonces escuché las palabras y bufidos de la monja. El intento había fallado. Me sacó la aguja, y sin dejar de mascullar su rosario intraducible, estudió el contenido de la jeringa y, con movimientos rápidos, pasó a mezclar con agua de la canilla la solución. Por supuesto ni se me ocurrió preguntarle si era agua destilada. Terminada la operación otra vez me demandó con gestos y miradas que volviera a la posición de la ejecución. Esta vez presenté la nalga izquierda, donde me aplicó la inyección hasta la última gota, mientras que yo ahogaba como podía los gritos que querían salir de mí.


Llegué al hotel después de media hora. Cada paso que caminaba era una tortura, dejaba salir cada tanto los alaridos del dolor. Esa fue la tercera y última inyección que me di en aquel viaje a Bolivia. La cuarta la tiré al tacho de basura de mi cuarto de hotel. Estaba listo para la muerte, cualquier cosa menos volver al convento de las monjitas alemanas.