Si bien no es
imprescindible, para ponerlos en antecedentes, recomiendo leer primero el relato
¡WELCOME TO ENGLAND!, que apareció en el blog el mes anterior. Un mini resumen
indicaría que se trataba de un viaje ocurrido por 1986 ó 1987 para una
capacitación laboral en Londres. La llegada había sido un poco accidentada por
alguna situación en la Aduana, que leída hoy seguro resulta muy graciosa, pero
que en ese momento fue algo tensa. El desarrollo de esos hechos se encuentra en
el relato antes mencionado. Tal como les anticipaba en esa anécdota, no fue lo
único especial que me sucedió durante esa estadía en Londres.
Junto a los otros dos
gerentes rioplatenses que íbamos a participar en la capacitación a partir del
día siguiente, salimos a cenar esa noche. Somos latinos y no queríamos ir luego
directamente al hotel a dormir, por lo que decidimos salir a caminar.
Buscábamos algún pub que fuera especial e interesante. Y lo encontramos.
Estaba en una esquina. Por
un lado había unos ventanales inmensos, y una puerta secundaria, todo totalmente
vidriado que permitía ver el interior, y por la otra vereda, lo que sería la
puerta principal. Estábamos parados enfrente, y el espectáculo nos parecía
increíble. El pub estaba atestado de punks. Únicamente punks. La totalidad
vestía con pantalones y chaquetas de cuero negro, alfileres de gancho en sus
orejas, tachas puntiagudas en su ropa, muchos con sus vistosos peinados de
mohicano, algunos motociclistas con físicos abundantes y cara de pocos amigos.
Todos tomando sus grandes cervezas. Adentro ni un solo “civil”. El ambiente era
el más pesado que se podía buscar en London. Y nosotros tres estábamos enfrente.
Nuestra apariencia era la clara antítesis de los parroquianos de ese pub exclusivo.
El hombre de seguridad, “bouncer” o “patovica”, cómo lo denominamos en
Argentina, era otro punk, inmenso, rudo, de físico imponente que prácticamente
cubría la totalidad de la entrada, nos observaba serio e incrédulo en su
posición de brazos cruzados y amenazantes.
Nunca sabré cómo fue que se
me ocurrió decirles a mis otros dos acompañantes:
- - Yo entro.
- - Vos estás loco.
- - Solo por un momento, a ver qué tal es el
ambiente. Vamos los tres
- - Ni en tus sueños.
- - Pero, te das cuenta que allí te van a violar,
te van a llenar de golpes, y luego te van a dejar tirado en la calle, si es que
sobrevivís. Entrá vos solo. O no, no entremos ninguno, no es para nosotros,
esos tipos no son precisamente unos lord ingleses.
- - No sean tan aguafiestas. Yo voy, entro, pido
una cerveza, los saludo desde adentro, y salgo por la otra puerta.
- -
¿Y cuando se arme el despelote? No te salvas.
- - Llamen a la policía. Griten. ¿Qué podría
pasar? Es un lugar público y si quiero entrar, entro.
-
- - La bestia que está en la puerta ya te está
mirando feo.
-
- Voy, pero ustedes quédense aquí enfrente.
Mis amigos vieron que estaba hablando en
serio, y realmente estaba por cruzar la calle y meterme dentro del infierno
mismo. Me pidieron que desista, pero ya estaba resuelto. Comencé a caminar en
dirección al bouncer y al pub que estaba detrás de su escultural espalda.
La bestia me miraba directo a los ojos y creo
que no podía creer que alguien totalmente fuera del ambiente intentara entrar.
Además era claro por todo el tiempo que estuvimos enfrente riendo y
empujándonos, que se trataba solo de una broma, una apuesta, una bravuconada.
Seguí caminando hacia la entrada y hacia ese hombre desproporcionadamente
grande. Podía sentir mis palpitaciones cada vez más fuertes. Sabía que hacía lo
incorrecto, pero no me podía detener. Ya estaba muy cerca y podía sentirle la
respiración nerviosa. Cuando intenté introducirme por el minúsculo espacio que
quedaba entre el físico del guardia y el marco de la puerta, el bouncer me puso
una mano abierta en mi pecho, de forma que creo que me la dejó tatuada durante
algunas semanas, y simplemente dijo en una voz de mando fuerte y segura:
- - Excuse me, no sir!
Entendí
claramente su indirecta. No hicieron falta explicaciones adicionales, y admito
que yo tampoco se las reclamé. Volví sobre mis pasos, retrocediendo de
espaldas, mirándolo a los ojos, como diciéndole “me voy porque yo quiero”. Mis
amigos me abrazaron ya un poco más relajados, y me sugirieron que me cruce
nuevamente, pero esta vez para agradecerle por haberme salvado la vida.
Terminamos la noche tomando una cerveza en otro pub donde concurrían oficinistas y gerentes
luego de su trabajo. Seguramente el sabor era el mismo en cualquier pub.
O de eso
intenté convencer ami herido orgullo.